El emperador
Andrés Cañizález
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El legado de Ryszard Kapuscinski está en pleno debate. Conocido y admirado como el gran reportero del siglo XX, tras haber estado como corresponsal en conflictos de varios continentes, este periodista y escritor polaco dejó una vasta producción que incluye lo que a mi juicio es su mejor legado, se trata de “Emperador”, a ratos cabalgando en la reconstrucción periodística, a ratos trazando una historia contemporánea de Etiopía a partir de la figura del emperador etíope Haile Selassie.
Kapuscinski reconstruye la figura del emperador a partir de opiniones de sus cortesanos. Selassie, con un prolongado ejercicio del poder de casi 50 años, se autoproclamó emperador de Etiopía, y no siendo suficiente esto se le dieron otros honores tales como el Rey de Reyes, el León de Judá, el Elegido de Dios, el Muy Altísimo Señor, Su Más Sublime Majestad. Selassie terminó, su poder tristemente (ya veremos el por qué) en 1974, cuando fue derrocado por un Consejo Revolucionario.
Sigamos con Kapuscinski. Éste viajó a Etiopía en medio de una confusa guerra civil. En lugar de ir detrás de las grandes figuras en pugna en la lucha por el poder, el reportero se instaló en una casa de un barrio popular y cautelosamente, superando desconfianzas y temores, logró entrevistar a los antiguos dignatarios de la corte imperial, así como a los servidores personales del Emperador, que en su momento estuvieron dedicados a los más variopintos e insólitos menesteres. Se trata de un libro a partir de los relatos orales de estos personajes, que estando tan cerca del poder, a su vez estaban tan distante. La caída del emperador significó también su desgracia personal.
Lo que me resultó más llamativo de este libro ha sido el retrato de los últimos días de este imperio y de su cabeza, Haile Selassie. El emperador pasó una larga temporada creyendo que aún controlaba la situación de su país, mientras que en realidad venía produciéndose un paulatino levantamiento popular, que resultaba imperceptible para el otrora hombre fuerte. Aislado dentro de su palacio, reunido solamente con aquellos que le adulaban o necesitaban de sus favores, la vitalidad de Selassie fue cayendo como su gobierno. No hizo falta derrocarlo para que de facto otros ejercieran el poder en este país africano, a través del consejo revolucionario.
En mi opinión, este libro constituye una dura metáfora de cómo se desvirtúa el poder político ejercido de forma personalista. Selassie en sus temores constantes de ser derrocado, que a su vez fue la vía cómo él mismo había accedido al poder, se fue deshaciendo de colaboradores competentes. Quedó acompañado de los más sumisos, que no eran necesariamente los más capaces. Esta corte justamente cuando el imperio se empieza a desboronar, y la salud del emperador le impide a éste salir a las calles a ver con sus ojos lo que estaba ocurriendo, le dibuja al monarca un mundo irreal. En el palacio de gobierno sencillamente perdieron contacto con la realidad. Termina siendo una historia tragicómica.
La Etiopía de Selassie, mientras se derrumbaba su imperio, estaba más próxima a una espeluznante pesadilla que al sueño de las Mil y una noches Selassie creía vivir. El Emperador, el señor feudal dueño de vidas y haciendas, de conciencias y sentimientos, se nos presenta, en sus últimos días, como una cruel caricatura, acaso sólo como ¿un demente voluntariamente ignorante del mundo que le rodea, del hambre y la corrupción, y necesitado de la más ciega lealtad?
La clave, y allí radica tal vez la grandeza narrativa de Kapuscinski, es hacernos ver que el ejercicio personalista y prolongado del poder enferma. No sólo a quien lo ejerce, sino también a la sociedad. Los cortesanos que hablan en el libro del reportero polaco, fallecido hace cuatro años, parecen estar tan dementes como el emperador al que sirvieron incluso en sus días finales. El fin se acercaba inexorablemente para el régimen pero ni ellos ni el gran jefe podían comprender cabalmente tales cambios.