Buena Nueva
No hay excusa
Isaías, Pedro y Pablo. Tres hombres… como cualquiera de nosotros. Escogidos por Dios, llamados por Dios, supieron responder a Dios. “Aquí estoy, Señor. Envíame”, le respondió Isaías (Is. 6, 1-8). “Desde hoy serás pescador de hombres”, le dijo Jesús a Pedro. Entonces, “llevaron las barcas a tierra, y dejándolo todo, lo siguieron (Pedro, Santiago y Juan)” (Lc. 5, 1-11). “¿Qué debo hacer, Señor?”, respondió Pablo (Hech. 22, 3-16).
En los relatos del llamado que Dios les hace, podemos apreciar cómo Dios se manifiesta a cada uno de estos hombres por El escogidos. Y se manifiesta en forma poderosa, impresionante, convincente.
Al Profeta Isaías se le presenta en una visión que lo deja estupefacto. En breves momentos de intimidad con Dios, Isaías puede apreciar la santidad y el poder de Dios. Ni siquiera puede describir a Yahvé, porque sólo ve que “la orla de su manto llenaba todo el Templo”. Queda Isaías invadido de un temor que no es susto: es el respeto a Dios, que se manifiesta ante la presencia de Dios que abruma a la creatura cuando se encuentra ante su Creador. Y en esa diferencia abismal que separa a ambos, la creatura siente su nada, su indignidad, su impureza.
Cuenta Isaías que uno de los Serafines, que se encontraba junto a Dios, llevando una brasa a su boca, le dice: “Tu iniquidad ha sido quitada y tus pecados están perdonados”. Así, cuando siente la voz del Señor preguntando “¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte mía?”, Isaías no duda y enseguida responde: “Aquí estoy, Señor. Envíame”.
Muchas enseñanzas nos trae este pasaje. No podemos inventarnos misiones de parte de Dios; no podemos asumir por nuestra propia cuenta y riesgo misiones específicas de parte de Dios. Pero ¡eso sí! cuando Dios llama, no hay pretexto que valga para decir no. Ni siquiera el no sentirse digno o el creerse incapaz pueden ser excusas. Porque si Dios llama, prepara a sus enviados con todo lo necesario para la misión encomendada.
Tal es el caso de los Apóstoles. Nos cuenta el Evangelio que Jesús se subió a la barca de Pedro, con quien -por cierto- ya había tenido un contacto previo, y le pide alejarse un poco de tierra, para predicar desde allí. Al final de la predicación les ordena ir más adentro para pescar. Pedro, pescador experimentado, dice que no hay pesca, que ya han probado, pero “confiado en tu palabra, Señor, echaré las redes”. Sucedió, entonces, la llamada “pesca milagrosa”: atraparon tantos peces que “las barcas casi se hundían”.
Al ver la manifestación del poder de Dios, a Pedro le sucede como a Isaías: se reconoce pecador e indigno y siente ese temor reverencial, que no es miedo. “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!”. “No temas. Desde ahora serás pescador de hombres” , le dice el Señor. Entonces, llevaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.
A San Pablo le sucede lo mismo, cuando camino a Damasco para perseguir cristianos, la luz divina lo tumba al suelo y queda enceguecido. Su sentimiento de indignidad lo resume en una palabra terrible: “Finalmente se me apareció también a mí, que soy como un aborto. Porque yo perseguí a la Iglesia de Dios y por eso soy el último de los apóstoles e indigno de llamarme apóstol” (1 Cor. 15, 1-11).
Aunque indignos, fueron escogidos por Dios. Ahora bien… ¡todos somos indignos, todos somos incapaces! Pero cuando Dios llama, purifica, prepara y equipa al escogido para la misión que le encomienda. Y San Pablo nos explica qué es lo que sucede: es Dios Quien obra en quien ha llamado. “Por gracia de Dios soy lo que soy … he trabajado… aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios”.
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#opinion: Buena Nueva No hay excusa. por: Isabel Vidal
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