Asdrúbal Aguiar, en Crónicas de Facundo: La transición es un hecho y Maduro el pasado

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Soy convencido de que Venezuela vive «su» circunstancia, de la que difícilmente nos hubiésemos zafado con Hugo Chávez o sin él.

Llega otro parto dentro de nuestra azarosa y rebelde historia. En lo adelante nada será igual. Tampoco nos espera otro momento circunstancial; pero, eso sí, es la hora de la imaginación y de una voluntad constructora similar a la desplegada por nuestros Padres Fundadores.

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La ausencia – quizás definitiva – del caudillo populista que es Chávez, resabio de nuestras aguas modernizadoras y contrabando de esa historia pretérita que se nos cuela por los intersticios a finales del siglo XX, provoca desde ya un desajuste o sismo inevitable sobre el tablero político y al término de otra etapa transicional, al paso de otra generación, que se inicia en 1989.

El nuevo juego aún no comienza, y el duro entrenamiento ha llegado a su final después de 14 años. Las piezas del ajedrez, las del gobierno y las de la oposición, se han desordenado y caen, ceden ante lo inesperado, por encima de los propósitos de unidad estratégica o táctica que hayan tenido uno u otro sector en los años precedentes.
¡Y es que lo novedoso es la enfermedad del gendarme alrededor de cuya fuerte personalidad el país se une y se divide, para bien y para mal, desde 1998; como novedosa fue y también es partera de nuestro porvenir la enfermedad terminal que lleva a la tumba al primer caudillo de nuestro pasado siglo, Juan Vicente Gómez, en 1935!

Esa historia nos muestra que el carácter y el carisma de los caudillos no se hereda por testamento, y menos amarran éstos al futuro. Y también nos enseña que ella muda en su momento preciso, estén o no preparados sus conductores, pues la historia y el desenvolvimiento de sus sucesos – lo dice bien Laureano Vallenilla Lanz – son el producto de una acción colectiva, no siempre ruidosa agregaría pero sí implacable.
El tren de la historia – de nuestra historia – avanza de nuevo.

El momento inmediato posterior venezolano, al igual que en 1936 queda en manos de los herederos del caudillo fenecido. Y llega otra vez a nuestra estación, como antes y el igual retraso del siglo XX, el tren que habrá de llevarnos hacia el siglo XXI. Y en sus vagones se montarán los pasajeros más avisados, a quienes con mejor criterio y aguda visión interpreten el contexto que nos acompaña, como lo hace Rómulo Betancourt antes del 18 de octubre de 1945, sin dejarse ganar por distracciones o pleitos inmediatos con los demás pasajeros en espera o en actitud tumulturaria sobre los andenes.

La transición hacia nuevas formas de organización social y política, por obra de la ruptura que determina la globalización desde finales de los años ’80 – la sustitución de la fuerza estable de los Estados como cárceles de la ciudadanía por una mudable sociedad de vértigo, desestructurada pero más humana, que se nutre y dibuja bajo el fenómeno virtual de las autopistas de la información – y, en nuestro caso, la modernización y desarrollo alcanzados por los venezolanos durante la segunda mitad del siglo XX, se plantea como exigencia impostergable desde el año 1989 señalado. Pero ella es despreciada por la abulia de las élites políticas y económicas, y evitada por la sorpresiva emergencia de un gendarme de nuevo cuño que ocupa los espacios de éstas mediante la violencia.

En el lapso que se inicia a finales del gobierno de Jaime Lusinchi – quien crea la Comisión para la Reforma del Estado y la encomienda al hoy ex presidente Ramón J. Velásquez – Carlos Andrés Pérez y luego Rafael Caldera se esfuerzan por llenar el vacío de coyuntura; pero finalmente lo hace ese desecho de nuestra modernidad citado, Chávez. Todos a uno no encuentran eco al acometer la reingeniería constitucional pendiente o simulan acometerla, en el último caso, para que todo cambie sin cambiar a la manera «gattopardiana».

De nada servirá hacia el porvenir, sin embargo, el criterio oportunista de quienes aprecian lo ocurrido hasta hoy como un simple pase de factura que la historia reciente hace, por su supuesto fracaso e indolencia, a los líderes civiles de nuestra república civil.

No se olvide que en 1958 somos un país de letrinas – Pérez Jiménez construye 450.000 en una década – y nuestro promedio de vida alcanza a 53 años, en tanto que, hacia 1998 el promedio vital supera los 72 años una vez como el pueblo venezolano dispone servicios de aguas blancas y la canalización de sus aguas negras.

Y si en 1958 los estudiantes se ven obligados a viajar hacia las capitales de sus estados o a capitales distantes para seguir estudios secundarios o de universidad, hacia 1998 toda la geografía cuenta con todos los niveles de la educación, buena o mala, pero educación al fin y al cabo. Tanto como el tránsito humano se hace más fluido sobre nuestro territorio, que luego de alcanzar 6.000 km de carreteras en 1958 hacia 1998 se ve cruzado por 92.000 km de carreteras con un 80% asfaltado.

La sociedad venezolana, en una perspectiva intelectual distinta de la dominante y hasta ahora conveniente para los traficantes de ilusiones, durante la última década del siglo XX se hace madura, exigente, capaz de poner sobre la mesa – sin mediación de partidos ni sumisión a los gobernantes de turno – sus propios problemas y desafíos. El asunto no es – aun cuando lo sea – el de la pobreza. Ante la inmovilidad de ánimo que acusan las élites políticas y económicas – es lo que ocurre efectivamente – llamadas a reconducir esa fuerza modernizadora alcanzada hacia finales de la última centuria, ella desborda, se hace anómica; y los espacios huérfanos de la política son ocupados por la insensatez.

Las piezas sobre el tablero

La reciente decisión del TSJ, que provoca otro manotazo a una Constitución repetidamente violada desde su vigencia a fin de hacer gobernar a quien ya no lo hace, por postrado en La Habana, en el fondo busca suspender el juego. Las piezas del gobierno esperan ordenarse antes de retomar el partido, y las de la oposición no logran ordenarse porque la perspectiva de los acontecimientos en curso las divide.

Lo cierto, sin embargo, es que en la historia por venir no caben – así lo pretendan – los pichones de dictador, a la manera del ilegítimo Maduro, ni los arrestos cuartelarios de los Cabello. La idea de la legitimidad y la reconstitución institucional de la Venezuela democrática, y el reencuentro de la identidad nacional trastornada, así lo reclaman.

Las visiones que apuntan a una mera sobrevivencia negociada con el parque jurásico de nuestra política; o la que defiende el sistema republicano conocido, pero sin más, sin percatarse de los odres constitucionales renovados que exigen las realidades en curso; o la que cree que al pueblo más le interesa comer que afirmar las virtudes de la libertad y la igualdad de todos ante la ley; todas, por reduccionistas, parecen no entender que el mundo es otro y, si cabe, es una red o retícula de cavernas y localidades hecha de cosmovisiones caseras, pero que esperan de un liderazgo que les fije un norte común, un espejo en el que todos podamos mirarnos sin mengua de nuestras diferencias.

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