El llanto de Juliana retumba en un cementerio de Santa María: «¿por qué, por qué?», se pregunta la joven, desconsolada por la muerte de su hermano, Heitor Oliveira, una de las 231 víctimas del incendio en una discoteca que conmovió a Brasil.
La procesión de la capilla a la fosa es lenta y parsimoniosa. Juliana poco puede mantenerse en pie y se apoya en su madre, que le pide que acepte el trágico destino de su hermano.
«Calma, Juliana. Él se tiene que ir, tenemos que enterrarlo, hija, él ya cumplió su parte y ahora nos toca a nosotros cumplir nuestra misión», dice la mujer, visiblemente extenuada, de cabellos rubios y despeinados.
«Coraje, hija, coraje», repite.
Capillas llenas
Casi en simultáneo, otro entierro. Los obreros del camposanto bajan los ataúdes con pericia y rapidez. No hay tiempo que perder, sólo en Santa Rita se oficiarán al menos 30 entierros este lunes.
Las capillas están llenas: además de Santa Rita, el gimnasio adonde fueron trasladados los cuerpos después de la tragedia sirvió de funeraria para un velorio colectivo.
Varios cuerpos fueron velados en otras ciudades, principalmente del sur de Brasil.
Felipe y Rafael viajan con unos amigos a Uruguaiana, una población cercana a la frontera de Brasil con Uruguay, para el entierro de un compañero de la facultad de Agronomía.
Antes de emprender el viaje pasan por Kiss, la discoteca donde la madrugada del domingo se registró el trágico incendio, el segundo mayor de la historia de Brasil.
La cara es de asombro, de quien tiene que ver para creer. «Todo el mundo sabía de esta fiesta, pero por una cosa u otra no fui», comentó Felipe, de 22 años.
Adiós en silencio
Después del alboroto del domingo, un silencio perturbante arropó a Santa María. Era el momento de los familiares de dar el último adiós a sus seres queridos.
Juliana y su madre amanecieron en el cementerio de Santa Rita, uno de los cuatro que funcionan en la ciudad con capacidad limitada.
Poco después del amanecer, un sacerdote celebra una misa en el estacionamiento con un improvisado altar, y los familiares de las víctimas lo rodean.
«Estaban juntos festejando, juntos en la muerte y ahora juntos en el cielo, cerca de Dios», dice el párroco en su sermón.
Con ojos hinchados por las lágrimas, un hombre mira poco convencido la misa, pero no opina, solo toma de la mano a su esposa y por momentos alza la vista al cielo.
Al terminar la ceremonia religiosa, un llanto colectivo quiebra el silencio en el lugar: ha llegado la hora de los entierros, los primeros de una larga jornada.
El cuerpo de Joao Paulo Bozzobon es el primero que sale de la capilla, no será enterrado en Santa Rita sino en otro cementerio de la ciudad. Su madre no suelta el féretro y lo escolta hasta el camión con la mano puesta a la altura de la cabeza.
Con una venda en la mano izquierda, participa en su velorio una de las sobrevivientes, que sigue sin explicarse lo ocurrido.
«Yo no veía nada, salí corriendo y sólo saber que estaba ahí…», dice la muchacha antes de romper en llanto. Su madre, buscando alguna palabra de consuelo, le repite: «él está bien, él está bien».
Durante todo el proceso, el gobierno de Porto Alegre ha ofrecido apoyo psicológico a los familiares de las víctimas, para tratar de digerir de la mejor manera posible esta tragedia que enluta a todo el país.
«Todos son ángeles, son jóvenes, confía en Dios», sigue la madre de Juliana, tratando de buscar algún consuelo por la partida de Heitor.
«Una parte de mí está con él. Yo estaba furiosa, pero la voluntad de Dios es mayor y la acepto», dijo antes de despedirse de su hijo, lanzando un beso a su fosa. Después dio medio vuelta y se fue.