Todo parece indicar que el país será sometido a nuevas y duras pruebas, en los próximos meses, o años, quizá.
Tendremos que resistir, por tiempo indefinido, situaciones que surgirán en medio de la riesgosa incertidumbre que hoy se observa y, día tras día, se vuelve más densa, y opresiva.
Y ya eso, la incertidumbre, este desconcierto que a todos nos pisa los talones, es un punto nada favorable en la construcción del mañana que unos y otros anhelan, y, fundamentalmente, a la hora de afrontar los graves desajustes que la patria acusa no sólo en lo político, sino también en lo económico, en lo social; en cuanto atañe a la posibilidad cierta de convivencia, al brillo de las instituciones, a la robustez de la democracia; a la garantía misma de que en los trances de dirimir los conflictos se apelará a la justicia, a la equidad.
Venezuela ha perdido mucho en lo tocante a su naturaleza como cuerpo social, a su tejido como nación. Hemos acabado haciendo realidad el temor que asaltara a Simón Rodríguez, el mentor del Libertador, cuando exclamó que una república no es posible sin republicanos. La palabra libertad poco transmite al común de la población. Mucho menos preceptos elementales, como el libre juego de las ideas, la pluralidad, el reconocimiento del otro. Están en franca y salvaje quiebra principios en esencia sagrados: trabajo, orden, disciplina. El poco respeto que se respira por la integridad y la vida del prójimo, en un suelo que sin parar se tiñe de sangre inocente, de luto e impunidad, es perfectamente equiparable al escasísimo valor que se le asigna a la ley, incluso desde el más alto tribunal, que no repara ya en torcer y vaciar la letra de la propia Constitución, con el más vergonzoso y libertino de los descaros.
A lo largo de tres lustros ninguna de las dos mitades de la sociedad venezolana ha podido arrasar a la otra, y en esta puja sempiterna se observa cansancio, desaliento. No obstante, en lugar de propiciar una prudente búsqueda de salidas, desde el poder se incurre con ciega tozudez en la intolerancia, en el cinismo, y en el uso abusivo de la mentira y la desinformación. El mismo secretismo y la misma nula transparencia que por lo general arropa a la administración de los fondos públicos, oculta la exacta situación de la salud del Presidente, quien debió jurar para un cuarto período constitucional, y, aparte de que ejerce sus funciones por una suerte de misteriosa delegación de dudosa legitimidad, luce como un rehén de las maquinaciones de dos hermanos que durante más de 50 años han sumido al pueblo cubano en crónica indigencia, en el atraso, y en una pavorosa regresión en lo atinente a las libertades públicas e individuales.
Es preciso decirlo con claridad: La revolución se agotó. Se hundió en el fango de sus delirios e inconsistencias. En sus oportunidades históricas perdidas. En su culto a la personalidad. En la fallida entronización del pensamiento único. En su afición dispendiosa, manirrota. En su trasnochada lectura del pasado y en su errónea exploración del porvenir.
Lo peligroso es que en estos instantes, cuando la institución del sufragio ha sido herida de muerte por unos árbitros engañosos, las arcas del Estado se muestran exhaustas, la presión de las demandas sociales llega a un punto sin retorno, una retardada devaluación de la moneda pareciera inminente, los servicios públicos colapsan y la infraestructura está por los suelos, justo ahora, decimos, la conducción del Gobierno penetra los oscuros velos del limbo, y un tropel de subalternos procura hacerse de galones en los fragores de una improvisada competencia por demostrar mayor procacidad y petulancia. Todo a costa de la paz, del decoro y la estabilidad del país.
Se requerirá mucha entereza para encarar estos desafíos. Nada de aguardar milagros. Será preciso hacer acopio de coraje, de templanza. Toca recobrar la democracia a pulso. Demostrar que somos dignos de la libertad que predicamos, y edificaremos. Lo hermoso es que eso es posible. Lo realmente emocionante es comprobar que la perversidad, en su mejor momento, no pudo aplastar a una disidencia que, por encima de sus flaquezas esporádicas, no ha extraviado el escrupuloso aliento de su esperanza ni el inamovible sentido de sus ideales.