En su homilía sobre la esperanza del cristiano San Josemaría Escrivá expone cómo la esperanza enciende los corazones y ayuda a superar, con alegría, las dificultades que se presentan a lo largo del camino de la vida. Los afanes de la tierra no eximen de poner la mirada en el cielo. La esperanza cristiana está por encima de las simples ilusiones terrenas: no consiste en la superficial despreocupación de quien no se toma la vida en serio, ni tampoco en el refugio de sueños y utopías. Muchas personas trabajan con ideales nobles y buenos, pero sus ilusiones terrenas llevan consigo la marca de la caducidad.
¿Consiste la esperanza en la autoestima?
La virtud teologal de la esperanza no consiste en la autoestima, por más que ésta sea legítima. Porque la esperanza no es apoyarse en un mismo, sino en Dios. Es mucho más que la autoestima, y da a la propia vida horizontes mejores. Vivir cristianamente es vivir con la radicalidad de quien no se contenta sólo con las apariencias y conoce la trascendencia eterna de sus acciones presentes. Los libros de autoayuda no sustituyen a la Biblia.
Sería necio pretender soslayar la necesidad de la esperanza teologal –apoyo en las promesas y en la ayuda divina- sustituyéndolas por ilusiones humanas de corto alcance; apoyarse solamente en la ilusión de un progreso humano, de unas metas profesionales o familiares, de unos logros materiales más o menos halagadores. Y tampoco una mejor situación futura en la sociedad: en lo social, cultural, económico o político, bastaría para justificar una vida personal malbaratada.
Todos nosotros aspiramos a la plena realización y felicidad. “Este deseo es de origen divino. Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer” .
Es perfectamente humana y cristiana la confianza en un futuro mejor, en unos tiempos más halagadores. Y ése es precisamente el destino que Dios nos ha señalado, dándonos juntamente los medios para alcanzarlo: inteligencia, voluntad y la ayuda de la gracia. Nuestro futuro no es intramundano, sino que está más allá del umbral de la muerte. Es un destino trascendente. Como alguien escribió: Me interesa la eternidad, porque voy a pasar en ella el resto de mi vida.
El objeto de las esperanzas intramundanas es sumamente precario. Cada hombre está vitalmente abierto a Dios, del que es hijo por la adopción de la gracia; ansía el amor sin límites, la felicidad plena. Enseña el Catecismo que: La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de todos sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza ni en el bienestar, ni en la gloria humana, ni en el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor.
¿Progreso material o felicidad ultraterrena?
Esta pregunta presenta una falsa disyuntiva, pues lo uno no se opone a lo otro. La esperanza no significa que haya que abandonar los esfuerzos y tareas de cada uno, las metas nobles que nos hayamos trazado. Pero hay que situarlos en una perspectiva más alta: como un homenaje a nuestro Padre Dios, como una ayuda a nuestros hermanos los hombres, como una preparación –provisional e imperfecta- de la plenitud de la otra vida. De nada serviría cosechar prematuros éxitos temporales, si no se está sembrando con vistas a la vida eterna. El caminante sabe que va de camino.
Corremos el riesgo en nuestros días –muchas voces se alzan con esa pretensión- de humanizar, de terrenizar, de empequeñecer y desvirtuar la fe y la esperanza cristianas. Frente a esa pretensión se escuchan las palabras de Cristo a Pilatos: Mi reino no es de este mundo. La historia humana, por muy grande o noble que pueda ser, nunca es consumación. Es sólo el camino y no la meta. Su final significará la entrada en una vida nueva que no tendrá fin.
Por eso sería un gran error transformar los proyectos temporales en metas absolutas, como pretendiendo engañar los grandes anhelos del corazón humano: nos creaste, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti.