Un viejo tango de Francisco Canaro que escuchaba en tiempos de mi adolescencia reclamaba trémulo porque “los muchachos de antes no usaban gomina”. No era que el compositor considerase que peinarse a la gomina, entonces de moda, fuera un pecado. Que tan no lo era, que hasta se equivocaba. Gardel, la figura más admirada de aquellos tiempos en reclamación usaba gomina, y a juzgar por su lustrosa, marmórea e inconmovible cabellera, en cantidades suficientes como para blindarle el cráneo.
El sentido de la metáfora, obviamente era otro: recordar tiempos heroicos en que despeinados y en alboroto los muchachos de antes le echaban un saco de apéndices y sabían enfrentarse al peligro al extremo de no preocuparse un ápice por sus cabelleras. Que si la perdían en combate por la Patria, la Libertad y en defensa de la Soberanía, bienvenido un cráneo mondo y lirondo. Pues era absolutamente innegable: “los muchachos de antes no usaban gomina”.
Que ahora tampoco la usan, es obvio. Se lleva el corte poco menos que al cero, como se le ordena a los soldados. Pero duele reconocerlo: uno como que pertenece a una Venezuela que dejó de existir, que se murió hace ya muchos años. Que se perdió en el tiempo. La Venezuela de Rómulo Betancourt, de Carnevali y Pinto Salinas, del macho Pérez Marcano, Américo Martín y los jóvenes combatientes de AD en la clandestinidad, la de los miembros de la Junta Patriótica. De la que sólo sobrevive mi muy querido y viejo amigo Enrique Aristigueta Gramcko, que ya no reconoce de esa Venezuela heroica ni los perfiles del Ávila.
Comparto su apreciación. Los que no toleramos habernos convertido en colonia de los cubanos, los que rechazamos ser comparsa electorera de los malandros que asaltaron el poder y obedecen órdenes de La Habana, los que sentimos que se nos desgarra el alma al ver pisoteada nuestra bandera, esquilmadas nuestras riquezas y abusadas nuestras mujeres por la planta insolente del invasor cubano, somos poco menos que zombis, fantasmas, sobrevivientes de un pasado olvidado que nos parece tan remoto que ni siquiera lo recordamos.
De esa Venezuela bragada, heroica, orgullosa de su herencia libertaria y dispuesta a dar su vida por impedir que sea ultrajada por la bota de una tiranía hambrienta, zarrapastrosa, miserable, prostibularia y vividora – como que lleva una vida de chulear 30 años a los rusos y 14 a nosotros – ¿quiénes sobreviven? Miro a mi alrededor y al comprobar a tantos compatriotas viendo cómo pasan agachados en estos graves tiempos de temporales, debo reconocer que el tango tenía toda la razón.
¿A quienes comparar con Rómulo y los líderes de aquella Junta Patriótica que sacó a patadas al tirano hace 55 años? ¿A qué soldados con aquellos zapadores que peinaron los montes de Falcón, El Bachiller, Sucre y Monagas hasta aplastar a los comandantes de élite de las tropas invasoras cubanas y a sus secuaces tipo Soto Rojas o Alí Rodríguez Araque? ¿A García Carneiro o a Rangel Silva?
Me provoca recordar el estremecedor soneto de mi bien amado Francisco de Quevedo cuando escribió:
“Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía.
Salíme al campo: vi que el sol bebía 5
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.
Entré en mi casa: vi que amancillada
de anciana habitación era despojos, 10
mi báculo más corvo y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.