Lecturas de papel
Había abordado el metro en Roma. Venía de Perugia, ciudad etrusca al centro de la Umbría. Finalizaban los años setenta. Todo en la Italia de ese tiempo era un “sciopero”, una huelga permanente. Pero en verano los italianos dejan todo a un lado y se preparan para sus vacaciones. Mientras me sentaba avisté a no más de metro y medio la silueta de unas piernas que, entrecruzadas, descansaban sus pies en unas sandalias de cuero marrón, muy al estilo de las antiguas romanas imperiales.
Era una joven de no más de veintidós años, delgada y de nariz perfilada y cabello negro, largo y brillante. Tenía entre sus manos un pequeño bolso de tela.
Quizá me quedé contemplando esas piernas y pies durante ocho o diez minutos. La mirada la interrumpían los continuos transeúntes que entraban y salían del vagón. Pero mis ojos seguían enfocados en esas tan delicadas piernas y en los pies que poseían la elegancia y refinamiento de quien los mostraba en todo su esplendor.
Paulatinamente el vagón se iba quedando solo. Las piernas, sin embargo, permanecían imperturbables. Quizá muy quedamente se alargaban para dejar ver una silueta contorneada de pantorrillas exquisitamente delineadas, firmes, blancas y bronceadas. Intuí entonces que el verano acentuaba en esa piel el cálido “ferragosto”.
No supe cuándo quedamos solos en el vagón. Ni tampoco el instante cuando ella dejó de mirarme y volteó para ver la próxima estación. Yo solo miraba esas largas y refinadas piernas y esos exquisitos pies. Acaso parte de la falda de seda italiana que delicadamente caía apenas un poco más allá de sus rodillas.
Ella se preparó para salir. Entonces quedó un espacio vacío que dejó después de levantarse. Ese espacio lo ocupó la sensación de desarraigo que experimenté cuando apenas cruzó la puerta de salida del vagón. Volteó y vi su rostro y esos ojos oscuros que melancólicamente se despedían mientras se perdía entre la muchedumbre que transita por las calles de la “cittá”.
No sé cuántos minutos permanecí contemplando ese asiento vacío. Ella permanecía allí. Su imagen quedó grabada en mi existencia como parte de mi carne y de mi sangre. No quise abordarla ni tampoco me importó el timbre de su voz, ni su mentón, ni sus manos, ni sus labios.
Solo apreciar, vivir esas largas piernas que terminaban en unos pies de finos dedos y con la piel quemada por el sol. Esas piernas cruzadas, descansando mientras sus muslos se arropaban en un vestido de verano.
Por la ventanilla del vagón vi cómo se esfumaba por entre el bullicio de manos, rostros, espaldas y vestimentas de verano de cientos de anónimas personas. Pero ella, aún sin conocerla ni saber su nombre, adquirió un rostro propio y sobre todo, un espacio en mi memoria. Ha permanecido sentada en ese vagón mostrando sus piernas y sus pies, como una película que se repite infinitamente.
Ahora, entrando al vagón de mi memoria, y después de tantos años de aquel encuentro, vuelve la lozanía, la piel tersa y exquisita de unas piernas que siguen transitando mis ojos, y entonces regresa la infinita y jovial aventura de la primera vez, la emoción de vivir la plenitud de los instantes, de esas incandescencias, esas ráfagas de esplendores de vida que ofrecen los contornos, las siluetas, las curvas de ese misterioso, sobrecogedor y esplendoroso ser que es la mujer y lo femenino.
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