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Siendo la historia el gran marco del devenir existencial, la complejidad de las corrientes abisales que la conforman son las gigantescas usinas de la dinámica humana. Es así como los hechos, sucesos y circunstancias que se manifiestan en esa cronología de superficie que llamamos cotidianidad, son solo “puntas del iceberg” del acontecer.
A vuelta de cada esquina tropezamos con similitudes que nos sorprenden por su congruencia y nos hacen cavilar sobre la circularidad que condiciona el rumbo presuntuoso y autosuficiente del homo sapiens. La historia, vista con perspectiva de horizonte, nos deja la incontrovertible evidencia de nuestra propia pequeñez, ya que lo connotado una y otra vez como coincidencia, no es sino expresión de las marchas y contramarchas que de manera indefectible marcan el rumbo de nuestras minúsculas vorágines.
Pero esta modesta aproximación a la profundidad que nos regala el Eclesiastés, a través de la meditaciones de aquel rey llamado Kohélet, no busca sino situarnos en el tránsito que nos recuerda el esfuerzo estéril de los poderes y las vanidades. El próximo 28 de febrero, hace sesenta años, comenzó a morirse Iósif Vissarionovich Dzhugashvili, y cinco días después, concretamente el 05 de marzo de 1953, fallecía quien con el nombre de José Stalin encarnó la impiedad y la muerte en el siglo XX.
El 28 de febrero, como apuntamos, luego de cena, vodka e iracundas discusiones con algunos de su íntimo círculo, se retiró a sus aposentos, pero a nadie extrañó que durante todo el día siguiente la puerta de éstos continuase cerrada. Ya muy entrada la noche, un sirviente forzó el acceso y encontró al poderosísimo Stalin tendido en el suelo, consciente pero sin poder hablar.
Nadie llamó a un médico y solo el tenebroso Beria se hizo presente para ordenar que fuese asistido por especialistas ya tardíamente. Había sufrido un accidente cerebrovascular como consecuencia de la hipertensión que padecía y la cual no había querido encarar responsablemente. Durante unos días fue atendido y en algún momento pareció mejorar y en esos instantes de lucidez, impedido de hablar por la parálisis, fulminaba con la mirada a los áulicos que pasaban por su habitación. Dicen que Lavrenti Beria le tomaba la mano y patéticamente le imploraba que reuniese fuerzas para recuperase y luego, en el pasillo, lanzaba imprecaciones terribles contra el moribundo. Finalmente, a las 21:50 del 05 de marzo, no pudo ser reanimado a pesar de los esfuerzos de médicos y enfermeros.
El 9 del mismo mes se iniciaron los funerales, exhibiéndose su cuerpo en el Kremlin, pero alrededor de esas pompas fúnebres ocurrieron acontecimientos terribles que nunca han sido debidamente tratados, pero que sin duda, vistos a distancia, fueron la rúbrica de sangre de quien había construido su vida apuntalándose en el crimen y en el terror.
El velatorio del otrora superpoderoso “hombre de hierro” (así lo bautizaron los obsecuentes y serviles del comunismo mundial) fue una orgía de cadáveres, ya que más de un millar de personas murieron aplastadas en los tumultos que se sucedieron alrededor de la Plaza Roja cuando las multitudes fanatizadas pugnaban por acercarse a los despojos del georgiano.
Muchas especulaciones se han tejido sobre lo que realmente ocurrió. Historiadores e investigadores han insinuado una conspiración de allegados para envenenarlo; otros aseveran que murió a las pocas horas de haber sido visto por los sirvientes. Lo cierto es que después de muchas líneas escritas al respecto, nunca se han presentado certezas que avalen definitivamente esas versiones y aquel despiadado gobernante que sembró el terror durante veintiocho años, que asesinó a millones en campos de concentración y que con la mayor sangre fría hizo fusilar a allegados con tiros en la nuca hechos a quemarropa, había terminado sus días. Turbia remembranza de intrigas, desprecios, lealtades hipócritas y tardanzas inexplicables.
Contexto de odios, manipulaciones, engaños y ocultamientos. Sí, definitivamente, tal como emana del Eclesiastés, nihil sub sole novun.
#Opinión: La muerte como legado. Autor: Manuel Salvador
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