#Opinión: Eliseo Riera: Rey del queso caroreño Por: Luis Eduardo Cortés Riera

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A la memoria de Donato Abbate, dedico

De tal manera se le conoció a este afable, rollizo y bonachón  hombre que tuvo el acierto de aprender de unos italianos de apellido Abbate la técnica de la elaboración del queso de crineja y del queso taparita, los cuales le dieron fama nacional y hasta más allá de nuestras fronteras patrias hace unas décadas atrás.
Para sorpresa nuestra no era nativo de Carora, sino que había nacido en 1922 en la pintoresca ciudad de Quíbor, Distrito Jiménez del estado Lara. Los Abbate habían venido a Venezuela aventados por la debacle económica que ocasionó la Segunda Guerra Mundial y se asentaron en la zona fría cafetalera del Distrito Torres, donde Eliseo siendo un mozuelo los contacta. Fue en la Hacienda El Salvaje donde los ítalos le enseñan al muchacho de mandados a elaborar el queso tejido y cocido, lo que ahora se le da el nombre de mozarella.
En 1943 se vino a Carora donde monta una quesera en la calle Bolívar con el apelativo El Triunfador en 1953. Los quesos de taparita que hicieron famosa a las 350 curvas de la vieja carretera Carora a Barquisimeto eran hechura de sus prodigiosas manos e imaginación. Con el tiempo se convirtió en el primer caroreño en vender queso al mayor en Quinta Crespo, Caracas. En 1960 se estableció en la vía Lara-Zulia, cuando La Osa no existía, me dice su hijo Dimas Túa. En este sitio lo visitaron dos presidentes de Venezuela: el Doctor Rafael Caldera en su primer gobierno, y el Doctor Luis Herrera Campins. Una vez lo hizo el elenco del afamado programa humorístico Radio Rochela, así como también el niño Adrián Guacarán, aquel chaval que hizo estremecer con su voz al papa Juan Pablo II. Emocionado continúa Dimas diciéndome bajo la sombra de un nim de la avenida Miranda, que el mejor divulgador de sus condumios era el guitarrista barrionovense Rodrigo Riera, quien cada vez que iba a salir con rumbo a Europa o a los Estados Unidos mandaba a preparar a Eliseo varios bulticos contentivos de aquella maravilla al paladar producto del genio del pueblo del semiárido larense.
Elaboró de la misma manera Eliseo el queso de año, pero lamentablemente el secreto de su fabricación se lo llevo a la tumba. Apenas su esposa Carmen Túa recuerda algunos, pero no todos los confidenciales de tal preparación. Parece que todo radicaba en el empleo de un cuajo de  procedencia belga: la pastilla Astenberg, lo cual maravilló a un ingeniero lácteo de apellido Sucre que vino a enseñarle técnicas sobre quesos, pero que terminó aprendiendo de aquel humilde quesero que también, ¡oh prodigio!, era músico, pues ejecutaba cuatro instrumentos, incluido el violín, arte que también le debió a los magnificos y gentiles Abbate.
Eliseo nunca tuvo problemas con la Sanidad, pues era un serio y responsable productor lácteo, a quien además buena parte del libro Artesanía del queso larense está dedicado a su trabajo de alquimista del queso, pues era capaz de establecer solo con la mirada el porcentaje de sal contenido en un recipiente de agua. A la leche pertinazmente se negó a descremarla, pues argumentaba sentencioso que “un producto descremado era como comerse una monga de chicle, pierde su esencia”.
Los que  conocimos lo recordamos manejando  sus  tres viejos todoterreno, con los cuales iba personalmente y sin intermediarios a buscar la materia prima para su oficio a las haciendas Los Tapiales de Julio Suárez, y Los Quediches. Nunca trabajó con dinero de los bancos este artífice de los lácteos, quien logró hacer una crineja más duradera, así como un fabuloso queso aderezado con la punzante pimienta oriental. Se hizo merecedor de 17 reconocimientos, uno de ellos el que le da nombre al artículo que usted lee: Rey del queso caroreño.
Y como si fuera poco, Eliseo cantaba magistralmente tangos y milongas y era amigo de la bohemia, de los chistes. Abría oscurito su negocio este rapsoda de la Lara-Zulia, cuando la leche tiene temple, y ya a las 9 de la mañana no tenía mercancía.
A su muerte, ocurrida en 1995, se le hizo un entierro musical, sin lágrimas ni sollozos, tal como ordenó antes de morir de un paro respiratorio que le fue ocasionando su oficio al alternar agua fría y caliente durante varias décadas. Sus restos reposan en el cementerio nuevo, vía Aregue. Procreó 10 hijos, todos profesionales, de los cuales dos siguieron el oficio de su padre: Lucrecia y Cherry. Fue un grandioso y exquisito artífice, tan extraordinario que el mismo Chío Zubillaga sin duda lo habría integrado a su inmortal Galería de Artesanos Caroreños.

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