Así como es injusto atribuir la victoria del 7 de octubre a la brutalidad colectiva, es inútil endilgarle el fracaso del pasado proceso electoral solo a la abstención. Este fenómeno, que históricamente es normal y se esperaba, merece una lectura distinta. Al menos, entre todos los poderes perdidos, el de la reflexión nos queda. ¿Será la abstención el castigo de un pueblo que, muy pronto, empieza a cansarse? ¿Que se ve traicionado por su dirigencia, que siente arrebatado su poder de elección, que su obnubilación puede devenir en catástrofe, que su arrobo puede conducirle a la locura y luego al aborrecimiento? ¿O es esta la dinámica de una nueva categoría de democracia a la que tendremos que habituarnos?
Apartemos por un instante la cuestión de la conquista de gobernaciones por una facción u otra y detengámonos en el proceso de elección en sí. Candidatos forzados, ejemplos locales de perpetuidad, se nos ofrecen obligatoriamente a la votación por la desesperación o la obediencia. Por la ausencia absoluta de alternativas o por la prohibición de las mismas. Esos dirigentes, impuestos en nombre de una unidad que solo propugna la hegemonía y los intercambios de poder, son el reflejo de una praxis democrática llena de vicios y espejismos.
La unidad exacerbada liquida las alternativas, promueve la perpetuación de las castas tradicionales y, lo más grave, provoca en el elector esa sensación de vasallaje que desemboca en la renuncia y la apatía. Ese elector, al sentir que debe votar por un candidato (aun en contra de su voluntad) porque así se lo ha mandado la dirigencia de su polo ideológico; cuando sacrifica su voto por la obsesión de garantizar el poder territorial de su líder o, por el contrario, de restarle espacios al contendor, va alimentando una deformada sensación de triunfo que lo aleja de su propia realidad, esa que estaba llamado a transformar a través del sufragio.
Entonces no es descabellado decir que la democracia en Venezuela se practica a nivel verbal, en el ejercicio de un poder ciudadano abstracto, representado en un acto simbólico de tintas y meñiques. No se trata aquí de avivar la antipolítica ni de desalentar el ejercicio del sufragio (al final, a pesar de todas las invitaciones rayanas en la instigación, votaron los que desde un principio así lo tenían dispuesto). Es solo que, para perseguir la verdad, hay que abandonar los eufemismos y la asepsia.
¿A dónde se está conduciendo el poder decisorio del ciudadano? ¿Al juego de las máquinas y papeletas? ¿A seguir siendo rebaño de los poderosos, a proclamarse triunfador en nombre de un desaparecido o regurgitar el fracaso de un soñador venido a menos?
Estos comicios nos dejan una enseñanza si se quiere simple: la no-opción es mucho más dolorosa que la imposibilidad de elegir. El verdadero problema (y la falla sísmica de nuestro sistema político) es que, desde hace tiempo, la democracia se practica con el voto conducido. Pero valga insistir: hace nueve semanas este sistema fue ratificado. Las consecuencias, aunque impensables, son todavía tempranas.
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