Lectura
Dueño de una pulpería en la calle principal del pueblo, el señor Prieto ¡exclamó al verme!: ¡Muchacho, tú estás enfermo! ¿Qué sientes? –Tengo fiebres palúdicas. -¿Tomas quinina? –No se consigue, fue mi respuesta; en el telégrafo, donde la dan, dicen que no hay.
En esos días el médico escolar se había presentado a la escuela donde cursaba mi primaria y cuando le tocó examinarme, dijo al bachiller director, que le decíamos maestro: Este niño tiene muy grande el bazo; inmediatamente el maestro director de la escuela, que estaba recién casado y vivía en una aula al fondo como escondido, y a quien yo como alumno del plantel le hacía de mandadero, sin remuneración, aunque en contadas ocasiones, desconozco sus razones, se metía la mano al bolsillo del pantalón y tintineando las monedas seleccionaba la más pequeña de ellas, un mediecito, y lo ponía en mi mano. Ese bachiller, director de la escuela, maestro, me dijo, después del veredicto del médico: – estás expulsado de la escuela.
Pertenecí a esa parvada de muchachos educados en las normas y costumbres rigurosas del hogar; no recuerdo qué hice con mi dolor, y oculté mi objeción o reclamo. La sola presencia del maestro era para nosotros el respeto en persona. Respetábamos a las autoridades del plantel,los maestros, con humildad y hasta sumisión. En ocasiones estas rigurosidades impulsaban nuestros pasivos y elementales instintos naturales, y las inhibidas travesuras propias de las de la edad se manifestaban. Contra el rigor y la norma, la enérgica libertad. Ese día que el médico escolar me encontró el bazo recrecido por el paludismo, su reconocida autoridad fue más que suficiente para que el director apelando a la más radical e inmediata de las medidas de arbitrariedad me expulsara. ¡Que el cielo lo juzgue! No pienso que haya razonado así. Aunque después, en otra edad,haya sido mi juicio razonado para condenarlo.
Venía padeciendo de paludismo como consecuencia de un viaje que hicimos a un pueblo marítimo donde reinaban los zancudos. Las fiebres palúdicas comenzaban por invadirme todo con una ruda, cruel e intensa frialdad; gruesas cobijas, trapos calientes, ladrillos calientes en los pies, nada quitaba aquel frio de muerte. El Sol de la mañana lo esperaba con anhelante y suma ansiedad. Pero cuando el sol tomaba posesión de la casa, terminaba aquel frío paralizante para dar paso a un soporífero sudor, y de inmediato, al fuego intenso que generaba la calentura; así le decían a estas fiebres. Fue en un día de este tormento, en el trance del frío a la calentura cuando ante el mostrador del negocio del señor Prieto me encontraba y cuando me interrogó con sus angustiantes preguntas acerca de mi estado de salud.
Ese señor Francisco Prieto desde ese día se comprometió consigo mismo a conseguir para mí, todas las semanas, la papeleta con las pastillas de quinina.Fue tanta su generosa consecuencia que, al fin, las fiebres palúdicas acabaron con mi doloroso tormento.
El Bachiller tuvo un grave percance con una cocinilla. ¡Dios tenga al señor Prieto en la gloria, en el cielo, en el mejor lugar a donde deban ir las almas bondadosas! Unos años sumaban el tiempo cuando nos volvimos a encontrar mi maestro y yo. Fue en el edifico del Ministerio de Educación, en la esquina del Conde, donde disfrutaba de un alto cargo. Le hablé, me habló; pero como entonces con el suceso de la escuela, rechazó mi oferta, como cuando me expulsó con un rotundo no. Mi voz se une al coro de todos aquellos que apelen a expresiones como la que deseé para el señor Prieto. Por que gracias a él las fiebres palúdicas dejaron de azotarme para siempre.