Nos vimos por última vez en Londres. Venía ella de una corta estada en la Atenas de nuestros antiguos ritos. Finalizaban los años setenta. Tristemente. Apenas dos días antes John Lennon fallecía en la noche oscura de Nueva York.
Su casa en las afueras de la ciudad era sencilla. Desde la ventana de la sala se apreciaba un pequeño lago dentro de un extenso jardín. El contraste entre los colores de las flores y el verde de una grama exquisitamente cuidada acompañó nuestra conversación.
Larga. De acentuados temas donde Grecia y lo helénico contrastaban con su atropellado y breve tiempo que soportó entre amores fatuos y amistades reencontradas.
Después hablamos de Rilke, su pasión, y mi visita al castillo de Miramar, en Duino, al extremo norte de Italia. En lo alto del castillo se aprecia el puerto de la ciudad gris, triste y fría que es Trieste. Ciudad que formó parte del imperio austrohúngaro. Después de la guerra Italia la anexo a su suelo. Ellos sin embargo, siguen llamándose triestinos. Sienten que su patria es la ciudad.
Le conocí mientras estudiaba en la polémica, contestataria, clandestina e insufrible Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Allí, ya finalizada la toma de la universidad y de la escuela, donde los estudiantes y profesores llevaron adelante la reforma del pensum académico, Hanni Ossott (1946-2002) iniciaba su experiencia como docente y lograba publicar sus iniciales textos poéticos. Su mirada la encontraba mientras le buscaba por las aulas.
Ella me enseñó el gusto que se siente al leer a Borges. Se degusta, se digieren y alimentan sus palabras. Amargas algunas, otras dulcísimas. Misteriosas cuando narra en “El jardín de senderos que se bifurcan”. Abrillantadas aquellas que riman mientras la imagen nos lleva al fondo de la noche. Esa de tigres y espejos. Su noche. También la noche de Hanni. Esa de tanta luz. Incandescente y casi lacerante. Esa del poeta. Porque en la noche anida siempre una claridad que inaugura mañanas.
Con ella y mientras almorzábamos en su apartamento caraqueño, descifrábamos las imágenes rilkeanas. Esa levedad en la construcción de una poética que viene también de la noche del alma. Noche donde todo es claridad, luz contrastada. Largas horas de un tiempo que siempre será eternidad.
La palabra poética de Hanni está también en lo que ella fue. Evasiva y curva en su discurso amoroso. De líneas ondulantes tan semejantes a Virginia Woolf.
Era la época, el tiempo de la guerrilla urbana y rural, de la salsa de Fania y de un joven Alí Primera. Todo era una misma pasión. Convivíamos, había espacio para todo y para todos. Existía un rito sacro, pulcro por la lectura de Rilke y de Marx. Convivían Mircea Elíade y Freud. Se daban la mano Mao y Carlos Castaneda, Ángel Rama, Nelson Osorio y Cornejo Polar actualizaban las teorías de Mariátegui. Se releía a Todas las sangres, de Arguedas.
Pero siempre la palabra poética era el centro, ella tendía puentes entre el estructuralismo y el materialismo dialéctico, entre el psicoanálisis junguiano y las nuevas propuestas de la lingüística generativa y transformacional de los adelantados de Chomsky.
El mundo era nuestro a través de la lectura y la poesía nos pertenecía en su noche. Esa de Hanni mientras furtivamente escapaba por las mañanas a la librería Lectura para adueñarse de nuevos títulos.
Su obra está ahí, ofrecida a todos. Desde su texto premiado en el Ramos Sucre, “Formas en el sueño figuran infinitos”, 1972. También “Espacios para decir lo mismo”, 1974; “Espacios en disolución”, 1976; “Hasta que llegue el día y huyan las sombras”, 1985; “El reino donde la noche se abre”, 1986; “Cielo, tu arco grande”, 1989; “Casa de agua y de sombras”, 1992; “El circo roto”, 1996. La exquisita traducción que realizó de las Elegías de Duino, de Rilke, es una recreación del universo poético de este compañero inseparable de Hanni.
Con ella ha partido al centro de la noche poética una voz tan cercana a la vida, una mirada azul de límpidos abrazos, un cuerpo lleno de ausencias compartidas y una misma lágrima. Tan cercana, tan amiga.
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