Hugo Chávez solía referirse a sus opositores diciendo: «Dejad que los muertos entierren a sus muertos». Hoy nadie debe manifestar júbilo ante la eventual desaparición de un ser humano, así se crea imprescindible para rescatar al país. Hacerlo es contraproducente en un pueblo noble que tradicionalmente apoya a la víctima.
Por catorce años tuvimos una especie de «dictablanda»: Descaradamente abusiva, corrupta, cursi y grotesca; un obsceno culto a la personalidad cuyo entero contenido intelectual reside en dos sílabas – «¡Uh Ah!» – perfecta onomatopeya que describe una gran defecación.
El régimen tiene todo su prontuario de atropellos y crímenes imprescriptibles; pero lo de acá para nada fue lo de la lúgubre isla-cárcel del Caribe.
Que Venezuela no iba a ser Cuba se sintió desde que salieron aquellas primeras «Mujeres por la Libertad», cuyas marchas fueron subestimadas como «escuálidas»- mote cuyo real significado aún desconoce la mayor parte de la población.
En Venezuela jamás han mandado los cubanos, como tampoco la dictadura cubana tampoco fue impuesta por rusos y checos. Los de la isla aportan consejos sobre represión y servicios de espionaje, que es lo único que saben hacer bien; pero la experiencia venezolana ha sido fundamentalmente autóctona, producto nacional, independiente de los chulos que vienen a vivirse la bonanza y la candidez.
Los abusos y vacíos de poder que hemos sufrido pasan por la complicidad y aún patrocinio de dos instituciones: El Poder Judicial y las Fuerzas Armadas, ambas llamadas a lavarse la cara ante el país, el mundo y la historia: Cuanto antes, mejor.
Sin la activa complicidad de personeros de ambos cuerpos, los cobardes monigotes rojos que salieron – del olvido o del closet – como pulgas y piojos a chupar la ardentía del jefe, no son ni serán absolutamente nadie.
Porque toda esa supuesta «revolución» no fue sino un auténtico «quítate tú para ponerme yo», escudado en un incesante torrente de habladera de paja. Y las palabras ya se las lleva el viento.
Se podrá tener la peor de opinión sobre el Presidente ausente, pero innegablemente aparece como coloso político cuando se le mide al lado de la intrascendente cuerda de pigmeos morales e intelectuales que lo rodea. La cotorreada «ideología» ñángara es zombi político -residuo tóxico de reiterados fracasos.
Por eso, ahora -cuando el destino de los parásitos corre inseparable a la suerte del árbol que los cobija- sale oportuna esa frase bíblica tan preferida del actual pasajero de Castro: Dejad que los muertos entierren a sus muertos.
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