Todos somos iguales; tenemos cinco sentidos y los mismos derechos. Pero en nuestros gustos y creencias resultamos distintos gracias a las levedades y a las contundencias que nos han criado y formado. Olores, sabores, sonidos, imágenes, sucesos y personas que nos han rodeado marcan nuestro comportamiento. El aroma y el sabor del dulce de lechosa -clavo de especias, papelón y textura que se entrega al paladar- me recuerdan a mi abuela y su tierna sabiduría. A otra persona quizás le produzca terror porque la primera vez que vio un plato con dulce de lechosa, tembló la tierra y un terremoto tumbó su casa.
Lo mismo ocurre con los libros. Cada quién lee el libro según su sensibilidad, su conocimiento, sus vivencias y experiencias. Por eso es tan cuesta arriba tratar de contar o comentar un libro con el honesto deseo de recomendarlo. Lo mejor es que cada quién lea la primera página o el primer capítulo y entonces decida si va a continuar la lectura o no. Contar un libro es una tarea tan enrevesada y absurda como contar un sueño.
No es un mérito haber leído toda la vida, pero yo lo he hecho. Y ahora me he dedicado más a releer, a retornar hacia libros que leí a vuelo de pájaro porque de joven uno corre en todos los terrenos. Ahora me detengo en las páginas que me impresionaron. Retorno a cada rato hacia los grandes autores para aprovechar el tiempo. Pero cultivo el gusto de leer a unos cuantos escritores amigos, que mantienen una asombrosa fidelidad hacia sus sitios de origen, hacia sus raíces. Y conservan con emoción fresca y capacidad de asombro lo que ha ocurrido cerca de sus vidas.
La autenticidad es como un imán poderoso que atrae mi atención. Ese es el caso del maestro Juan Páez Ávila, cuya existencia alimentada de palabras, de oraciones, de pequeñas historias y de abrumadores relatos, ha servido como puente fidedigno con el pasado más reciente, con el ayer de ahorita mismo, con el pueblo de nuestros padres y de nuestros abuelos. Él no ha dejado que desaparezca el alma de los sueños que hubo, de la cultura que hubo, de las pasiones que ardieron y se apagaron. Él ha sido un curador de almas, un retratista de momentos y lugares que a su vez nos retratan y hacen crecer en nuestro patio un árbol genealógico de amores y dolores.
Juan Páez Ávila ha sido un formador de comunicadores sociales y me parece que su decencia pudo haber resonado en el aula como una materia más, como una enseñanza práctica; he ahí un cronista ordenado y transparente. Comencé a leerlo cuando se ganó el concurso de cuentos de El Nacional, con un tema de su región. Y continué haciéndolo.
Juan Páez Ávila es del estado Lara. Y más concretamente, es un caroreño de La Otra Banda. Con decir eso debería estar claro todo lo que se hable de su persona. Él ha dedicado muchos años a describir y narrar la existencia caroreña, la persistencia cultural de ese pueblo; la creatividad barquisimetana, la musicalidad larense y la presencia de esa región en la historia de Venezuela. Ya dirán que no le ha costado mucho mantenerse apegado a una tierra que ha soltado en sus caminos los pasos de Salvador Garmendia, Herman Garmendia, Rafael Cadenas, Alirio Díaz, Chío Zubillaga, Guillermo Morón, Manuel Caballero y tantos otros que si los nombro se llevarán las horas de este domingo.
Juan Páez Ávila escribe la pasión que se conoce, la pasión vecina, el drama cotidiano que nunca deja de asombrar, aunque ocurra todos los días al lado suyo y al ladito mío. Esta novela más reciente, Viaje a la incertidumbre, contiene el mítico encanto del hombre que busca constantemente a una mujer imposible de encontrar. En esta novela el autor habla de una realidad que ha transcurrido y que por lo tanto se ha dejado envolver por el capullo de la historia o de la leyenda, del sueño o del mito. Y ya sabemos que Mito, palabra, parábola y fábula conforman una sola rama del espíritu universal.
Rosenblat, quien escribió todo lo que se debía rememorar al respecto, extrajo una hermosa frase de Paul Valery para que nos perteneciera y la usáramos como hoy la usamos:
“Mito es el nombre de todo lo que existe por la sola virtud de la palabra. Todo nuestro lenguaje se compone de pequeños sueños breves. No se puede hablar sin crear mitos. La palabra nos habita y lo habita todo… En un principio era la fábula.”
He querido decir estas cosas, para que se complete el ritual de hoy: un libro que surgió del compromiso emocional de un hombre, de su talento para contar el sentir y los hechos, está cerrado allí, esperando que lo abran. Y no se desprenderá de sus páginas otra cosa que no sea el nacimiento o el renacimiento de una historia que hemos vivido, que hemos presentido o que hemos soñado. Y por eso se bautiza en el papel una multitud de palabras. Porque somos niños eternos y el lenguaje es nuestra madre y nuestro arrullo.