Lecturas de papel
Mi padre fue un fotógrafo con cámara de cajón. Tenía su trabajo en una esquina de la bulliciosa plaza Baralt, justo en la acera frente al desaparecido almacén Dovilla, que por diciembre le colocaban un loro a la entrada, que repetía “Dovilla, qué maravilla”.
Siempre que se podía mi padre me llevaba para que lo ayudara. Me impresionaba cuando metía su brazo en una manga negra y después sacaba una pieza de papel mojado con la imagen impresa de la persona que permanecía sentada frente a la cámara, que estaba colocada en un trípode de madera.
Pero lo que me causaba miedo era cuando mi padre, ya al final de la tarde, me llevaba a un impresionante edificio muy alto. Era la Botica Nueva. Allí compraba los remedios. Sabía que al llegar a la casa me iban a inyectar. Yo veía con temor a esos dos hombres gigantes que estaban en la entrada del negocio. Eran dos colosales estatuas con rostros barbados, de mármol abrillantado. Esos atlantes me atemorizaban.
Ese lugar olía a medicinas mientras la gente se agolpaba a los mostradores. Los maracaiberos de inicios de los ´60s eran personas educadas, gentiles, de sonrisa fácil y metiches. El boticario, que ya conocía a mi padre, le saludaba casi siempre con un chiste del Roñoquero y Mamblea. Después, sin que mi padre lo pidiera, traía una cápsula de aceite de hígado o de vitamina B12.
De ahí salíamos para irnos al negocio de un amigo de mi padre. Un señor anciano, muy delgado y refinado. Tenía una extraña pronunciación. Era de origen trinitario. Administraba la nueva sucursal de Agfa. Él proveía a mi padre de los químicos y demás implementos para el revelado y mantenimiento de la cámara. Mientras hablaban yo maquinaba la estrategia para evitar que me pusieran la ampolleta. Rogaba que me viniera el asma antes que pusiera a hervir la inyectadora de vidrio, que tan celosamente guardaba en su cajita metálica, cual instrumento mágico que protegía de males y enfermedades.
A mi padre le bastaba con escucharnos toser para saber que tenía que pasar por la Botica Nueva para comprar las medicinas de aceite o vitaminas y tener su oportunidad de practicar su otro oficio.
De la Agfa casi siempre nos íbamos al supermercado Victoria. Un poco más allá. Quedaba por los lados del mercado, que ya a esa hora empezaban a cerrar los negocios. Por ahí olía a queso de año porque los queseros sacudían los cajones donde los añejaban. Eran de concha negra o roja. Madurados con café o achiote. Se veía a los piragüeros conversar con los caleteros que llevaban a los negocios las pacas de harina Gold Medal y racimos de plátanos.
A mi padre le agradaba comprar en el nuevo supermercado porque, además de ser menos bullanguero que el mercado, tenía aire acondicionado. Veía cómo mi padre pasaba de anaquel en anaquel comprando la comida para la casa, mientras buscaba también sus hojillas de afeitar Gillette y su peine de carey que tanto le gustaba tener.
Pero yo seguía obsesionado pensando en la ampolleta. Cuando llegamos a la casa esa vez me lancé directo a los brazos de mi madre y comencé a temblar. Ella me protegió. En su regazo vi de reojo cómo mi padre encendía la hornilla y ponía a hervir la jeringa en una olla con agua. Comenzaba así a alistar la ampolleta.
Después, ceremonioso y sabedor de su otro oficio, con la uña de su índice derecho, manchada por los químicos de los revelados, dio varios golpecitos al frasquito. Luego con la sierrita fue haciendo una incisión alrededor del frasco y finalmente, con sus dos manos presionó y rompió la parte superior. Introdujo la punta de la aguja y con el émbolo de la jeringa, comenzó a succionar el líquido viscoso y pegajoso.
Mi madre dio sus explicaciones y finalmente salí librado de ese mal momento. Pero mi padre no cedía tan fácilmente. Llamó a una de mis hermanas quien se excusó diciendo que ella no estaba enferma. Además, se acababa de bañar y así no se podía poner la ampolleta.
Después fue el turno de mi hermana mayor. Ella también se excusó diciendo que ya estaba grande para seguir poniéndose esas ampolletas que dolían tanto. –Además, papá. Argumentó. –Apenas acabo de cenar y no es bueno ponerse ampolletas con la barriga llena.
Ya a mi padre se le veía impaciente y con malas pulgas. Fue y buscó a uno de mis hermanos y este se escabulló y se perdió en medio de la calle. Finalmente, viendo a mi madre, frunció el ceño y le preguntó, -Carmen, venga para ponerle la ampolleta a usted. Pero mi madre ni tonta ni sonsa, le dijo:
-Ay, Guerrero, fíjese que apenas anoche me puso la de vitamina y tengo que descansar esta nalga que me la dejó morada.
Viendo mi padre que nadie quería inyectarse, se fue hasta el umbral de la puerta que daba al patio. Apuntó la ampolleta a la oscuridad de la noche y mientras dejaba salir el líquido aceitoso, exclamó: -Entonces que se la ponga el patio y no se enferme más.
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