Comienzo advirtiendo a quienes amablemente son capaces de fijar su atención en las líneas que periódicamente produzco, mi rechazo a la pedantería de autocitarse, pero en este texto es imprescindible partir de unos criterios expuestos con anterioridad. Y digo ello, porque en un artículo anterior comentaba como alguien, que no necesita presentación, había librado una titánica lucha en pro de que la semilla del enfrentamiento fratricida germinase extensivamente en nuestra sociedad.
Razonaba en esa ocasión que solo gracias a la característica nobleza del venezolano se había generado un escudo refractario que impedía la consumación total del propósito, pero también apuntaba que a pesar de ello, lo masivo del mensaje disolvente había logrado horadar algunos niveles y ya se percibía como la violencia estaba trascendiendo hacia el bestialismo. La ocurrencia de algunos asesinatos recientes, así como de otros ya un poco más espaciados en el tiempo, me han hecho volver la mirada para hurgar en esa tenebrosa esfera de odios desatados e incentivados.
No tengo dudas que bienintencionados lectores han de calificar de exagerado o subjetivo el planteamiento por medio del cual busco relacionar esta avalancha de salvajismo con el mensaje corrosivo del autócrata, pero me remito a una consideración simplificada: véanse las tendencias y curvas ascendentes que nos muestran las estadísticas criminales en los años recientes y comparémoslas con datos de períodos anteriores.
Marcos Tarre Briceño, experto analista en materia de seguridad, en la última entrega de la columna que regularmente escribe en un diario capitalino, nos dice algo tan escalofriante como esto: “El año 2012 cerrará con cerca de 20.000 homicidios en el territorio nacional. Sabemos que existe más de 90% de impunidad (….) ¿Quiénes son los victimarios? ¿Cómo son ellos?. Hemos escuchado algunos sonados casos de menores de edad, delincuentes precoces, que ya llevan encima 10, 15 ó 20 muertos (las mayúsculas son mías)…”. Cotejo el significado de estos señalamientos con hechos acaecidos hace muy poco y los cuales solo entresaco de un conjunto muchísimo más extenso: el homicidio del estudiante y deportista que cursaba estudios en la Universidad Fermín Toro; el acribillamiento de un ciudadano en la quebrada Barrera, en El Tocuyo; la niña de trece años que fue descuartizada en Los Teques; los jóvenes estudiantes de la Universidad Santa María que fueron muertos a tiros por unos motorizados que de improviso llegaron al sitio donde los occisos departían con unos amigos. Y si quisiésemos agregar un corolario a esta terrible enumeración, necesariamente hay que mencionar los ochenta y siete (87) agentes policiales que han sido ultimados en lo que va de año en todo el territorio nacional.
Ahora bien, el número creciente de homicidios, tiene además un componente que no se refleja en los guarismos. Un periodista larense que cada semana repica la conciencia de los lectores con la profundidad de sus enfoques, nos hablaba hace días de cómo el asco no puede medirse en estadísticas. Pues bien, asimilo ese estupendo aserto para conjeturar sobre el sustrato de abyección que viene dando nota distintiva a la criminalidad de esta época, y esa meditación me trae a colación un párrafo adicional también ubicado en el citado texto de Marcos Tarre.
Él alude una entrevista que le hiciese un periodista británico a los miembros de una banda dedicada al secuestro en Caracas, obteniendo en ese dialogo consideraciones de este tenor: “….¿Los muertos? Ese es un cuento muy largo y creo que ente todos nosotros hemos matado a una parranda de gente (bis)….. en lo que va de año, van como cincuenta…” Luego de imbuirme en el sentido de esas atroces palabras, en mi mente aparecen los recuerdos de hechos que en su momento nos conmovieron, pero que desafortunadamente el tiempo ha diluido: el crimen que cercenó la vida de cuatro jóvenes en La Ribereña, bajo la excusa inaudita de un leve choque de vehículos, así como el asesinato de quien casualmente fue mi amiga, Joaquina Alsina, y que junto a su hija fue ultimada solo para robarle unos cuantos dólares. Pero particularmente me paseo por los pormenores del hecho que para mí es el más monstruoso de toda esta antología infernal.
Me refiero a la tenebrosa confabulación que se urdió para quitarles la vida a Armando Iafrate y a su esposa, ya que sobre ese hecho gravita un aditivo que potencia la abyección. Allí, la lenidad de la justicia chavista ha permitido que el autor intelectual del mismo, un “abogado” y “hombre nuevo” del funcionariado gubernamental, haya cumplido solo una pena simbólica y que posteriormente fuese premiado con cargos dentro de este gobierno, el que enaltece al corazón de la patria.
Releo las crónicas de ese y de cada caso y me pregunto: ¿Qué nombre recibe el pantano en el cual han amamantado su vesania estos íncubos?
#opinión: Abrevaderos de bestias por: Manuel Salvador Ramos
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