Aquel hombre, llamado Jesús, entregó su cuerpo sagrado, su sangre casta e inmaculada, y aún a pesar de su divinidad por ser hijo del Creador de cielos y tierra, dispuso sus santas sienes (Mr 15,17) para ser clavadas sobre ellas unas punzantes espinas, que se convertirían después de su muerte en la apertura de un camino de gloria y salvación para la humanidad entera… (1Ti 4,10).
Pero ¿quién iba a creer que lo seguiríamos crucificando y punzando cada vez más con esas dolorosas espinas? Hoy nuestro Redentor, es continuamente crucificado y coronado su corazón por el dolor que le causa, que le hiere cada uno de aquellos hermanos que no lo reconocen como su salvador, que lo desprecian, que les a vergüenza seguirle, por aquellos quienes viven de espalda a Dios obrando el mal, por aquellos que se complacen en el mal que otros hacen a sus hermanos, por la indiferencia de aquellos apegados a bienes terrenales e incapaces de compartirlos con los mas necesitados, por quienes siembran la rencilla y la discordia, por aquellos que guardan rencor en su corazón…
Inmaginemosno ahora, el demonio bailando por cada alma que se pierde, al desobedecer los santos mandatos de ley de Dios, por cada alma con cuyo actuar no se glorifica la sangre que fue derramada por ella, sino que por el contrario, por haberse complacido en aquello que disgustaba a nuestro Señor al final de su vida temporal en el mundo, en vez de ganarse el cielo se condene a la oscuridad y sed eterna. No obstante, Nuestro Señor Jesús, quien fue crucificado y resucitado de entres los muertos, continua velando por cada uno de nosotros, espera nuestro retorno a nuestra verdadera y definitiva casa por ser hijos de Dios.