Estoy harta -no sé ustedes- de que me hablen del ilegítimo y su séquito, pléyade de espurios, pero, Dios mediante, caerán por su propio peso de podredumbre. Harta y quiero hablar de otra cosa. Tener un paréntesis a manera de oasis, de remanso, de aire fresco. Hacer como el zamuro, que si bien se alimenta de carroña en la tierra, vuela alto, muy alto y apenas mueve sus alas porque se desliza entre las capas térmicas de la atmósfera, se deja arrastrar por ellas y planea. Entonces, ¡qué elegante, silencioso y majestuoso es el vuelo del zamuro! ¡Qué lejos aparentemente está de lo podrido de aquí abajo! Digo “aparentemente” porque donde vivo ahora y contemplo con deleite sus parábolas en el espacio, casualmente veo a veces no uno, ni dos, sino decenas, muy arriba, girando en torno al objetivo lejano donde a ras de suelo se levanta La Casona.
Hace poco más de un par de años me mudé de Chuao. Habito ahora en una casa de una sola planta pero con una terraza improvisada, donde no sólo se tiende al sol la ropa lavada, sino a la cual subo por una escalera externa, de hierro, que hice reformar, extendiéndole su trazo, para poder abordarla; la altura de la contra-huella primitiva me impedía subirla y arriba me esperaba nada menos que una espléndida visión del Ávila.
Es la otra cosa de la cual quiero hablarles como oasis, como remanso, como aire fresco: mis experiencias en esta atalaya -así me la bautizó alguien a quien quiero mucho-, un regalo de Dios para los últimos años de mi vida. Si no les interesa, no sigan leyendo, deténgase aquí.
Trato de subir por la mañana y por la tarde, cuando la lluvia lo permite. ¿A qué subo? A contemplar y orar. La naturaleza es un libro para adentrarse en las profundidades de Dios. Allí me rodea. Los árboles en .las aceras sobrepasan los techos de las casas vecinas. Un cielo entre nubes y azules. En el fondo la montaña guardiana de Caracas con sus colores cambiantes a lo largo del día. Cuando ha llovido y se despeja la atmósfera, los verdes en los lomos y hondonadas del cerro van del tierno brillante al oscuro de las selvas que ocultan las cañadas. Cuando en el aire hay una leve niebla de contaminación o a la hora del ocaso, la montaña es de un azul pizarra recortada su silueta contra la pantalla celeste. En amaneceres despejados pero con esa leve niebla, el sol naciente la pone dorada. Al momento del crepúsculo se vuelven cobrizos los collados y las nubes en la cumbre, chales de encaje blanco, se ruborizan un poco.
¡Y los pájaros! Cristofué, palomitas, algún azulejo, unos oscuros que no puedo precisar por el contraluz, se posan en un caobo de Santo Domingo erizado de sus gallitos encendidos y, sin trinar, de repente alzan vuelo en bandadas. Arrendajos, guacharacas, pero sobre todo y dominantes del ámbito, loros y guacamayas. Tienen sus horas: temprano en la mañana y entre 5 y 6 de la tarde. Su trino, si es que se puede llamar así, es un desagradable sonido gutural y cosa notable, mientras más feo pertenece a la especie más bella. Compensación divina. Posadas en las ramas o en pleno vuelo, las bellas guacamayas no cesan en su ruda cháchara. Tampoco los loros. Al oír a unas y otros al atardecer, entre las ramas, me parece que están en animada tertulia planeado su noche. Pronto se irán, da la impresión que hacia el Parque del Este. Aletea el verde de los loros y de un tipo de guacamayas, pero otras aletean coloreadas con dominante rojo y, sobre todo, las imponentes azules con el pecho amarillo. En uno de sus artículos dominicales en El Nacional, Rodolfo Izaguirre habló de las guacamayas que rondan por su casa, pero “nunca en domingo”, como aquella película protagonizada por Melina Mercouri. Le escribí que por aquí sí vienen en el día del Señor y me contestó: “Ahora sé a donde van mi guacamayas los domingos: ¡van para tu casa!”
Tonto este artículo, ¿verdad? ¡Y mi pluma es incapaz de hacerles ver, al menos, el titilar de las hojas iluminadas en oro o plata por el sol tangencial. Sin embargo, si puedo comunicarles algo de mi paz y mi alegría en Dios de estos momentos, ¡estoy cumplida!