En la panorámica de las perversiones, la abundancia y el poder destacan como las más visibles y enérgicas. De los peores delirios evocamos el aplauso, el ansia de eclipsar al otro, el afán de poseerlo todo por tiempos y márgenes indefinidos. Y es que cuando el hombre conoce el poder se enfrenta a la ciencia de sus propias tentaciones y la renuncia es una decisión propia de los más grandes, que soy siempre muy pocos.
Hoy persiste en nuestro país (y en el continente, como espejo común de nuestras obsesiones) la idea de una libertad planetaria y de una unión que, a pesar de encomiables esfuerzos del pasado, está representada por ídolos equivocados. Desviaciones ideológicas han degenerado el rojo de la bandera en otras tintas con cualidades oscuras, poniendo en amenaza herpética los labios del sueño mirandino. Y es así como titanes invencibles en apariencia y soportados por la invención de nuestros imaginarios se han hecho con el poder, develando ansias insaciables.
Pero nuestra América, como nuestra Venezuela, es en muchos estadios inexperta y aún puede permitirse la repetición de las primeras veces. Además el poder jamás es compatible con la eternidad. Los gobernados, por muy tarde que sea, desarrollan un lenguaje colectivo de libertad que termina siendo comprendido (y obedecido) por sus opresores.
Aunque es innegable la condición hereditaria de obstinación y voracidad en los que gobiernan y no abundan en ellos episodios admirables de desprendimiento, hay siempre consuelos en los sabios discursos de la historia:
El 5 de julio de 1294, después de veintisiete meses de intensas disputas, fue electo el anciano ermitaño Pietro de Isernia como el nuevo sucesor del solio de Pedro. Reinó contra su voluntad como Celestino V y en menos de cinco meses, para sorpresa de acólitos, monarcas y fieles, abdicó voluntariamente para regresar al ascetismo y al anonimato.
Su ejemplo, único en la historia de la Iglesia militante, quedó como registro de los ideales de munificencia y pobreza en una época de deshonrosas relaciones de poder.
¿No sería esta valentía acaso admirable en los que pretenden tutelarnos?
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