Luis Jiménez la sacó del parque: La perseverancia y la constancia sí existen

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Si alguien puede contar historias acerca de luchar por una meta y estar cerca de alcanzar un sueño, de saber esperar la gloria con paciencia y sin desmayo, de saber que “lo dulce no es tan dulce sin lo amargo”, ese es Luis Jiménez, el muchacho que hace muchos años se montó en un bus de la línea Guadalupe, desde Bobare hasta el campo Luis María Castillo en Barquisimeto, con una ilusión muy grande: jugar a la pelota como tantos otros niños.

El hoy slugger y figura de los Cardenales de Lara, graduado con los Marineros de Seattle como el venezolano 285 en las Grandes Ligas, tomó su turno al bate en el Desayuno-Foro de EL IMPULSO, acompañado por su “cuerpo técnico”, su esposa Anny e hijos Luis Alejandro (8 años) y Luis Arturo (3) y supo hacerle swing y ser selectivo con los “pitcheos” del Director de esta casa editorial, Juan Manuel Carmona, los relevistas de la redacción de Deportes y la cerradora, Maryorit Peroza (Elimpulso.com).

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Lección de vida

“Nunca creí en palabras como perseverancia o constancia. No pensaba que eso existía o se podía lograr. Luego de 13 años jugando pelota, de pensar en llegar y nunca llegar, al hacerlo, ahora sé que todo eso existe”, reflexiona el amante de los toros coleados, de todos los deportes con pelota y hasta pichón de dibujante.

Aquel niño del kínder Francisco de Miranda, fue buen alumno en la primaria, salvo en quinto grado, cuando su madre fue su profesora. Antonio Álvarez fue su primer técnico en el campo de la avenida Pedro León Torres y hasta le dejó más barata la mensualidad. Su madre y su hermana han sido figuras claves en su vida y su padre, aunque no estaba en casa, nunca lo abandonó.

Al llegar al liceo, el deporte comenzó a alejarlo de las aulas hasta que, ya con 15 años de edad, su madre le preguntó si quería ser beisbolista o estudiar, y él le contestó con una sonrisa. Antes de esa decisión, pasó por las manos de Henio Rodríguez, de Melvin Suárez en el atletismo, llamó la atención de Pastor Meléndez (Pittsburgh), cuya tarjeta aún conserva y también la de Diego Herrera, Críspulo Barrada, Omar Torrealba, Domingo Carrasquel, Juan Querecuto, Emilio Carrasquel y otras manos amigas.

Como todo niño jugaba chapita en unas calles “en las que aún no había malicia ni maldad”, como él mismo lo dice, tanto así que a su primera novia, Francy, la visitaba desde Bobare hasta La Puerta en bicicleta, un viaje de 10 minutos.

Un necio trabajador

Se llama a sí mismo “necio” y dice que nunca fue “toñeco de su mamá” por ese motivo. “Mi hermana era la derechita”. Reconoce que le gustaban los Leones del Caracas de Jesús Alfaro y Jorge Uribe, porque en ese tiempo “eso era lo que se veía en la televisión” y los Cardenales sólo podían ser seguidos en la radio.

“Ojo, ya no soy caraquista y mis mejores números son contra ellos, pero sí lo fui”.

Antes de entrar en serio a la pelota, estudió junto a su mamá y a Melvin Suárez, todo sobre los equipos de Venezuela y los del extranjero, antes de firmar para Cardenales de Lara en 1998 y luego para Atléticos de Oakland en 2001. De sus primeros viajes a Puerto La Cruz y luego a República Dominicana y Estados Unidos, recuerda con precisión agudos detalles de los sacrificios que tuvo que hacer.

Cosas como practicar por primera vez de noche en luz artificial, no saber inglés, comer plátano, arroz y granos en un país extranjero, sangrar por el calor de Arizona, temblar por el frío de Pawtucket, ser “amenazado” con convertirlo en pitcher y peregrinar por numerosos equipos.

Hoy juega en la casa que Luis Sojo y Robert Pérez han hecho grande. “Aunque ya hice mi vida, seguiré trabajando para ganarme mis cosas y que mi esposa e hijos estén tranquilos”.

“Tengo siete años construyendo una casa en Bobare y allí pienso vivir. Siempre he soñado con agarrar un buen contrato y arreglar la iglesia, la plaza, el estadio y la manga. Lamentablemente, aún no he podido, pero siempre he querido ayudar a mi pueblo”, cuenta. Ese cariño y ese amor que ha recibido de su pueblo, siempre soñó con recibirlo. El muchacho de aquel autobús aún quiere hacer historia. Que así sea.

Coqueteo con el atletismo

Desde pequeño, a Luis Jiménez le llamaron la atención varios deportes y no uno solo. El béisbol fue la puerta de entrada a ellos, sí, pero también tanto en las caimaneras callejeras como en la escuela y luego el liceo, entró en contacto con el baloncesto y el voleibol. “El que nunca me gustó fue el fútbol”, dice sin tapujos, antes de contar que, a los 13 años, incursionó en el atletismo, de la mano de Melvin Suárez.
“Hacía impulso de bala, lanzaba la jabalina y el martillo. Lo hacía bien. En el voleibol como mateaba duro a la zurda, les gustó y fui de la selección de Lara.

En el liceo fui de la selección de baloncesto y voleibol, eso sí, nunca abandoné el béisbol, pero sí me escapaba de las clases”, reconoce sin sonrojarse.

Una vez contactado por su primer scout, Pastor Meléndez de los Piratas de Pittsburgh, Melvin Suárez comenzó a alternar sus entrenamientos de atletismo con ejercicios de carrera y trote.

Incluso trató de prepararlo para el 4×100 metros, salto largo y para el decatlón, para que pudiese correr a un nivel mayor de exigencia. “Yo corría mucho, pero no aguantaba tanta distancia. Al final, en el béisbol era en el que era mejor que todo el mundo”.

Una espinita: Jugar para los Turpiales

Cualquiera diría que un beisbolista que ha tenido la oportunidad de ser estrella en la Liga Venezolana y alcanza el status de grandeliga, ya tiene todos sus sueños cumplidos.

Sin embargo, a Luis Jiménez siempre le quedará la espinita de no haber jugado para los Turpiales de Bobare en las ligas campesinas que se hacían en su pueblo y en caseríos cercanos.

“Para mí eran como los Yanquis o los Leones. Comencé a jugar a los 13 años en esas ligas porque ya era grande, primero con el Amistad, dirigido por Argenis Rodríguez. Después pasé a los Rojos de Caujarito, que de rojos no tenían nada, porque el uniforme era azul”, evoca con emoción el slugger guaro.

“Los Turpiales eran los más famosos, así como Los Costeños de los Álvarez, o El Cañaote. Nosotros les ganábamos incluso a Los Turpiales. Quería jugar con ellos porque allí había jugado mi tío Toño y ahora él era el presidente, pero nunca me dejó jugar ahí”, explicó al recordar esos años.

“Aunque eso ya pasó, me queda la espinita. Hacíamos equipos de Bobare y todo. Los Turpiales traían jugadores de Barquisimeto y a mí eso no me gustaba porque tenían que ser jugadores de Bobare”. Fue Oriol y es Cardenal, pero nunca Turpial. Cosas de la vida.

Fotos: Jorge Carlos Abia

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