Ya el 7 de octubre quedó atrás, pero sus secuelas están allí, latentes aún, y así permanecerán por algún tiempo.
La alternativa democrática, aunque avanzó en cuanto a proporción de votos, no pudo imponerse. Y entonces se desperdició una oportunidad abierta para sembrar la conciliación en el país, y desterrar el odio, el resentimiento y el desconocimiento del otro, atmósfera dentro de la cual avanzar se vuelve tortuoso.
La reflexión de lo que pasó ese día debe hacerse. Quizá no ahora, sobre la marcha de un nuevo proceso electoral igualmente importante; pero debe hacerse. No sólo es prudente sino necesario, esencial, si se aspira a evitar, en el futuro, nuevos reveses tan traumáticos como el reciente.
Es preciso saber por qué pasó todo lo que pasó. Por qué dejó de pasar cuanto se esperaba. Debemos conocer bien la historia, para poder avanzar sobre seguro.
Es fundamental saber dónde ha estado la falla, por qué a la mitad del país no le llega el mensaje de la paz, el de la construcción, entre todos, de una nación próspera, abierta a todas las corrientes del pensamiento, en la que sea posible el ascenso social por la vía del estudio, el esfuerzo creador, la constancia. Y la honestidad.
Es imprescindible descifrar la razón por la cual temas como el de la espantosa inseguridad que vivimos no produce la repulsa que es dable aguardar en el seno de cualquier sociedad más o menos informada.
Saber, además, por qué se perdona una ineficiencia tan arraigada e inconmovible en la conducción de los asuntos del Estado.
Por qué la gente prefiere reelegir hasta por un lapso de 20 años, un estilo autocrático de gobernar. Aprueba la concentración de todos los poderes, pisados por una misma bota.
Por qué al ciudadano común no le importa el catastrófico estado de la infraestructura. La pésima condición de los servicios públicos, entre ellos el de la salud. La persistente violación de los derechos humanos. La incurable regaladera de nuestros recursos a otras latitudes.
¿Por qué la crítica a faltas y omisiones tan graves como evidentes, no encuentra una sintonía suficiente en la masa que a diario las sufre?
¿Por qué un hemisferio de Venezuela es absolutamente sordo a las agitaciones y a los alertas del otro? ¿Por qué fue más poderoso el temor a cambiar que el temor a dilatar el actual estado de cosas? ¿La falla está en el mensaje, o es más compleja aún? ¿La atadura de los programas sociales, sólo eso, obró el siniestro milagro de ratificar tan escandalosa forma de maniobrar los intereses colectivos?
Este análisis es pertinente. Debe afincarse, a nuestro juicio, no sólo en la urgencia de alumbrar derroteros, sino, por sobre todo, en el inexcusable compromiso de preservar la esperanza.