Naturalmente, del lado opositor proliferan las especulaciones. Frecuentemente acusan al fraude y, anunciada la desactivación, inculpan exclusivamente a la dirigencia, perforando al candidato presidencial que antes aplaudieron a rabiar.
Precisamente, lo deseado por el gobierno triunfante, es la disposición y opinión volandera, el rompimiento de todo compromiso y la resignación. El prejuicio y la fantasía por encima de la genuina convicción y razón, como si seis millones de votos fuesen una bagatela.
Está la doble arrogancia, la de aquél que dice echar tierrita y no jugar más, confinándose a sus asuntos pretendida y exclusivamente personales, acaso en una afanosa búsqueda del reacomodo, privilegiada una voluntad neciamente antipartidista; y la de éste, gubernamentalísimo como Diosdado Cabello, que dispara: “Si no les gusta la inseguridad, que se vayan del país”, con absoluto desprecio hacia las semanales e incontestables cifras de muertes violentas.
El asunto estriba en el reconocimiento de las realidades que nos amargan y de los propios seis millones de venezolanos que militantemente las reclamaron, quienes no tienen más remedio que reorganizarse para insistir en el esfuerzo necesario de enfrentar un proyecto que, varias veces frenado, todavía hay que derrotar.
Se impone un amplio y sobrio debate sobre los motivos que condujeron a la derrota, pues, como ha ocurrido antes, no es posible correr la arruga. Indispensable amplitud, todas las corrientes y fuerzas políticas y sociales de oposición deben concursarlo; indispensable sobriedad, debe comprometernos con las tareas pendientes, pues, como dijo una persona amiga, esto va más allá de marchar tres horas y comprar una gorra.
Debate que no, autoflagelación.
La reciente adversidad nos obliga a una superior imaginación política, porque hay que acrecentar esos seis millones de votos para ganar las gobernaciones y los consejos legislativos de todo el país.