En clave marxista, la alienación política depende de la alienación social: la dualidad de explotadores y explotados. Sólo los factores económicos de producción explicarían las clases sociales. Los factores culturales, religiosos, sociales, nacionales, etc., no cuentan. Verdaderamente es hacer violencia a la realidad social el encorsetar las variadas clases y grupos sociales en el rígido esquema dialéctico de burguesía-proletariado (explotadores-explotados). Piénsese, por ejemplo, en la aparición en tantos países de las clases medias desde mediados del siglo XIX; y a la intervención gradual del Estado en el proceso económico-social, para corregir las desigualdades más graves.
La lucha de clases, presentada por el marxismo como irremediable y como factor de progreso social, es artificiosa: un intento de adaptar la realidad social al esquema dialéctico. Es una exageración: la contraposición entre burgués y proletario es presentada como de mayor relevancia que todo aquello que une a los hombres en la común naturaleza humana.
Sí que ocurren conflictos sociales, pero estos son siempre limitados y parciales.
En cambio el marxismo presenta las categorías de burguesía y proletariado como absolutas, opuestas e inconciliables. Es como un nuevo maniqueísmo, en que el bien y el mal son el proletariado y la burguesía. La futura sociedad comunista superará esa oposición (más allá del bien y del mal). La burguesía será aplastada por el proletariado y de ahí surgirá la sociedad nueva. Habrá que pasar por una etapa intermedia, la fase socialista, que es la dictadura del proletariado. Ello daría paso a la sociedad comunista sin clases, con la abolición completa de la propiedad privada, ligada con la personalidad individual. Esa utopía es muy difícil de concebir en concreto: es como un vacío ideal de la razón atea, una sociedad en la que: “El hombre será para el hombre el ser supremo”. Para esto tendría que haber un necesario acostumbramiento de los individuos a actuar colectivamente, con una abundancia material definitiva e irreversible, con una solidaridad social espontánea y desinteresada, sin Estado y sin Derecho, como sociedad perfectamente productora-consumidora de bienes materiales. Esa meta aparece como un ideal perverso: la persona humana se diluye en un falso absoluto: la sociedad sin clases, el Hombre genérico. Ahora bien, si la Historia es dialéctica, si progresa necesariamente por luchas, cambios y oposiciones, ¿cómo podría haber un paraíso terreno definitivo?
El marxismo presenta como criterio de verdad la praxis: es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad. Pero la reciente historia social desmiente las teorías marxistas: el triunfo revolucionario no se ha producido por una auto-destrucción dialéctica del capitalismo, sino por guerra o golpe de Estado. Además se han desarrollado las clases medias (no previstas por Marx). Y el proletariado ha ido llevando a cabo numerosas conquistas sociales (aburguesamiento). No es, ni mucho menos la realidad puramente negativa de que hablaba Marx. No puede darse, por tanto, la absoluta contradicción dialéctica entre burguesía y proletariado.
El proletariado industrial no es sino una clase social, entre otras, en un determinado momento histórico. Las revoluciones que pueda hacer el proletariado serán también particulares; no la revolución total ni universal. Lo universal es la religión, la moral, la política: que se ocupan de resolver positivamente los conflictos sociales. El proletariado redentor, absolutamente negativo y contradictorio de la burguesía, no es sino uno de los varios mitos forjados y difundidos por el marxismo.