¿Qué es un buen gobierno? Esa pregunta casual ha sido el origen de más de 2.500 años de incertidumbre, desde que los griegos fundaron la democracia y legaron al mundo ese arte tan maleable, incierto e incomprendido como lo es la política.
Unas de las primeras personasque atendieron el llamado a responder eldilemafue Luis XI, rey de Francia, quien en un arranque de simpleza adujo que un buen gobierno es aquel donde todos sus ciudadanos pueden comer pollo tres veces al día. Sobra decir que en su momento el pollo era un manjar cotizadísimo en todo el ámbito de la campiña francesa.
Con el tiempo y, amparados en el movimiento cultural e intelectual de la Ilustración, surgió la certeza de que el mundo es una materia moldeable por el hombre, según su voluntad y sus planes racionales.Los pensadores de la Ilustración aseguraban que la razón humana puede combatir la ignorancia, la superstición y la tiranía, haciendo converger los caminos de la inteligencia en mejores gobiernos y en bienestar humano. Ello abonó el camino para la irrupción y ascenso meteórico de las ideologías y toda la parafernalia paralela que han conllevado. Ya en 1917, Rusia encontró su fórmula mágica: dejar todo el poder en manos de los comisarios políticos y del partido único, nacionalizar sin ton ni son. En 1932, Estados Unidos prefirió el llamado New Deal: más Estado y encargos públicos para reactivar la economía.A partir de 1945, los nuevos mantras ya estaban afianzados. En el Este, las frases que se escuchaban eran: nacionalización, una industria pesada, una planificación económica centralizada, el individuo no es nada, el partido lo es todo. En Occidente, se repetía: aproveche las ayudas, cree empresas a granel, instaure una economía de mercado, cuide del pluralismo y del mercado libre, pero no trate de controlarlo, al final los mismos mercados se autorregulan.
Entonces se tenía lo siguiente: para los marxistas, la sociedad sin clases. Para un nacionalista, un Estado nacional solidario. Para un liberal, un reino de libertad. Era la fiebre de las ideologías y cada una aseguraba ser el alfa y omega, la garantía absoluta de contar con el mejor gobierno sobre la faz de la tierra. Sin embargo, para que la gente defienda un proyecto, es necesario basarlo en un concepto que apasione, en una historia casi bíblica de la expulsión del paraíso y de la entrada a la tierra prometida y, sobre todo, acompañarlo de bienestar. No fue así en la mayoría de los casos y se vino el ocaso, el fulgor se fue diluyendo y el pragmatismo llamó a la puerta.
El pragmatismo nos inculcaba que la relación entre buenos gobiernos y países antidogmáticos es directamente proporcional, que un buen gobierno es, en esencia, un gobierno donde reine la neutralidad ideológica a la hora de atacar los problemas que afectan a la población. Se proponía la sustitución de una política basada en ideas por otra fundada en la gestión técnica de la realidad. Y esto dio resultados más que aceptables. En rigor, el mundo actual se dirige a alta velocidad hacia la convergencia de ideologías, hacia un nuevo estadio de la condición humana donde se privilegia la obtención de resultados, la calidad en servicios públicos, la atracción de inversiones, la seguridad personal y social, la eficiencia. La China moderna ha llevado esta filosofía hasta su frenesí. En el año 1997, el partido comunista chino ideó los llamados “Tres Criterios”, para la modificación de las leyes y la constitución comunista. Estos tres criterios se conocen en el Orbe como Los tres criterios chinos y denotan con claridad el afán reduccionista y simplificador que imprimió Deng Xiaoping a la China post-guerra fría y que barrió para siempre con el pensamiento y las doctrinas anacrónicas de Mao Tse Tung. En esencia, estos criterios son “si la medida conduce a mejorar la productividad”; “si la medida ayuda a mejorar el estilo de vida de la gente”; “si la medida contribuye a la fortaleza del país”.En función de ello, si la medida evaluada cumple con los tres criterios tiene luz verde para ser ejecutada; en caso contrario, no se ejecuta.
El próximo 7 de octubre será una fecha crucial para Venezuela. Más allá de dos nombres o dos corrientes políticas, se escogerá entre dos modelos de gobernar o, más aún, entre dos maneras de entender al mundo y su evolución. Por un lado el modelo actual, con 14 años a cuestas, contaminado de los residuos ideológicos de sistemas vencidos por el tiempo, que privilegia la lealtad ciega sobre la eficiencia, los problemas del mundo sobre los problemas del país, el bienestar de unos pocos sobre el bienestar colectivo, la propaganda sobre la objetividad, el pasado sobre el presente. En el lado opuesto tenemos un proyecto de país acorde a los nuevos vientos dela historia, donde el poder es sinónimo de servicio público, donde se hace énfasis en la realidad cotidiana de las personas, donde los resultados tangibles son más relevantes que los nacionalismos estériles y donde la calidad de vida ya no es más un prospecto de ciencia ficción.
Aprox 2500 años han tenido que transcurrir para que el hombre haya vislumbrado, por fin, que no son las ideologías trasnochadas las que hacen girar las ruedas de un buen gobierno, sino factores totalmente distintos, es decir, los anhelos diarios de las personas. El 7 de octubre, Venezuela buscará atender ese llamado inaplazable y tratará de responder, en términos locales, el milenario enigma del buen gobierno. Ya es hora.
#Opinión: El enigma del buen gobierno por: Felix O. Gutiérrez P.
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