Las Fiestas Patrias son un patrimonio moral de los chilenos. En ellas, cada septiembre, esa ciudadanía vigorosa expresa el orgullo de la Chilenidad, una acepción que no es un mero retoricismo, sino que es una concreción en la cual se acrisolan la profundidad de sus tradiciones, la alegría sosegada de su música, la exquisitez de sus platos, la excelencia de sus viñas y, por supuesto, la visión de su devenir. Desde 1810, cuando se proclamó la independencia, la celebración de esas fechas muestra la cosecha del espíritu nacional, sentimiento que en ningún caso puede confundirse con nacionalismos de opereta. La distinción vale porque Chile ha apuntalado su lucha contra las adversidades en el trabajo denodado y en el esfuerzo creativo, sin invocaciones tragicómicas a héroes de hojalata y sin que en la conducción histórica aparezcan payasos asumiendo el papel de redentores. Laborar constante, pasión por la excelencia, discreción en el discurso, modestia en la cotidianidad.
Mostremos un ángulo de esa hermosa lucha. En 1829 arribó a Valparaíso un personaje que provenía de la lejana Inglaterra, país en el que había entablado relación con actores de la vida chilena. Venía a ocupar un cargo como Oficial Mayor del Ministerio de Hacienda, pero en su mente estaba lejos la intención de subsumirse solo en los quehaceres burocráticos. Este personaje había vivido en Londres desde 1810, momento en el cual había sido designado para representar en a su país de origen en tareas diplomáticas, pero en la capital del imperio británico sufrió penurias y calamidades de toda índole al ser abandonado a su suerte por quienes dirigían la guerra independentista en su patria de origen. Ello le obligó a actuar en variados menesteres para poder subsistir, pero en ningún momento descuidó su profundo interés por las letras y por las leyes, siendo en ese calamitoso período vital cuando paradójicamente produjo su obra poética más elevada.
A los cuarenta y ocho años, ya asomando la madurez cronológica, tiene la oportunidad de reencauzar la vida y pisa tierra chilena Andrés de Jesús María y José Bello y López. Inmediatamente se vuelca a una intensa labor intelectual y aunque la remuneración que recibe solo puede depararle un modesto status, ello es suficiente no solo para que logre la tranquilidad sencilla que aspiraba, sino para que su espíritu encuentre el rumbo de la fecundidad plena. Funda instituciones educativas de alta calidad pedagógica y es tan fructífero su quehacer en ese campo que en 1842, al crearse la Universidad de Santiago, es designado como su primer rector. Pero a la par, junto con la labor docente, se ha enfrascado en tareas periodísticas al dirigir el diario El Araucano; igualmente ha intensificado su trabajo en el campo de la gramática y las letras y como reconocimiento a ello, en 1851 es designado Miembro Honorario de la Real Academia Española.
Don Andrés Bello se vuelca también a la actividad pública, ocupando la Senaduría por Santiago entre 1837 y 1864. Desde esa tribuna acomete la tarea de tejer el fundamento normativo que le proporcionará robustez civilista a la joven república. Entre 1840 y 1856 elabora diversos textos dentro de ese propósito y ejemplo de ello es el “Tratado de Derecho Internacional”, pero sin duda es el Código Civil de la República de Chile su creación cimera en ese campo. Esta obra, conocida también como Código de Bello, le fue encargada por la Presidencia de la República al poco tiempo de su llegada a Chile y solo después de largos años de intenso trabajo personal y de no pocos obstáculos, logró culminarla en 1855. Mas que un mero compendio codificado, es una creación cuya profundidad conceptual y exhaustividad temática la convierten en una de las piedras angulares de la juridicidad chilena, hecho reconocido unánimemente desde el mismo momento en que entró en vigencia. Así que cuando el 15 de octubre de 1865 Don Andrés Bello rindió su alma al Señor, seguramente experimentó la paz de haberle retribuido a Chile su inmensa generosidad, esa que en su tierra nativa le fue negada por obra de pequeñeces y subalternidades.
Duros y catastróficos han sido los avatares que ha enfrentado la nación sureña. Solo la fuerza de esa honda civilidad que destacamos y que está en la genética de sus ciudadanos, le ha permitido superarlos labrando en la idiosincrasia de su pueblo esa suerte de cordura que los distingue peculiarmente. Hoy Chile siente que su esperanza como país no es efímera o perecedera y cada habitante de su alargada geografía, independientemente de visiones o creencias, tiene la certeza de un horizonte. Los remezones que ahora experimenta su cotidianidad y en los cuales la mezquindad de algunos baldados cree ver estigmas, son los signos saludables de una democracia en ascenso, esa que no se conforma con exigir mejoras y compensaciones, sino que busca una auténtica participación de todos en la cosecha de la excelencia ciudadana.
Manuel Salvador Ramos
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