No es raro que la distancia despierte reflexiones y renueve afectos perdidos. El país, como el amor, necesita despidos y bienvenidas para intentar perpetuarse. De ahí que el exilio, por breve que sea, tiene lo mismo de negación que de ternura.
El turismo (o esa discreta invasión de lo desconocido) es muchas veces consumo, festejo y conquista. Vamos hacia adelante con la sed desenfrenada de novedad, llenos de mitos y espejismos infundados. Vemos al otro desde nuestro delirio y nos vaciamos ante ellos con un entusiasmo que mucho se acerca a la entrega.
Pero hay otras veces en las que el viaje se convierte en una visitación del presente y, casi sin saberlo, en un descubrimiento asombroso de nosotros mismos. Ya nada importa hacia dónde vamos sino de dónde venimos. El otro, ese nativo que con gentileza o cálida hipocresía nos recibe, deja de ser el motivo de nuestras curiosidades para convertirse en un espejo, un ventanal por el cual miraremos ahora con vientos inversos.
Y ahí comienza la cuestión. Los de aquí, los que recibimos los primeros reflejos, empezamos a saber que tal vez hubo un instante (o conjunción de deshonrosos instantes) en que nuestra vida dejó de serlo. Un momento en que el valor de la cotidianidad se dejó ganar por su propio precio. El otro, con sus futuros y sus libertades ganadas a sudores y a gritos, nos muestra que somos presos de unas consecuencias que no entendemos. Que vivimos aterrorizados, huyendo de un enemigo oculto, pasando de la precaución al terror, de la protección al encarcelamiento.
Porque detrás de nosotros camina la sombra del miedo, el fantasma que delinque con nuestra propia silueta. Cada día jugamos a la oblación ciudadana y hacemos una secreta elección de suicidio. Buscamos las distintas fórmulas del consuelo: la risa, el escape, el silencio, porque la nuestra es la valentía del mártir. La nuestra es la mirada de la vanguardia que enfrenta la muerte -o la calle-. Y así somos auténticos. Así, de vez en cuando, hacemos turismo de existir.
Entonces nos preguntamos si retomar la valentía en el encierro, rescatar como forasteros los pedazos de un país que deja de pertenecernos es temeridad o intolerancia. Si rescatar el valor de la ciudadanía (de la cual ya somos extranjeros) es salir al encuentro de una ilusión ya desvanecida o es solo el “viaje de regreso del sueño”…
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