#Opinión: Mujeres: Juanita y María Isabel Por: Luis Barragán

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Desde nuestra infancia, estamos familiarizados con la estampa reveroniana, entendiendo por tal a Armando, Juanita, el monito, el rancho litoralense, la rápida película muda, y – por trasfondo – el discurso escolar de rigor. Profusión de imágenes convencionales de la prensa, incluyendo fascículos ocasionales y reportajes quién sabe si inevitables en los magazines empuñados por pregoneros de una cabal inocencia.

Cierto costumbrismo que la visita a los museos disipó, añadiendo la etapa meritoria del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, sus formidables guías impresas, y la constante reivindicación del arquitecto de la luz del que quizá nunca se enteró Einstein. Fue cambiando Reverón ante nosotros, y, con el dejo de aquella magnífica canción de Alí Primera, maduramos un poco más la mirada añadidas las versiones recibidas del por siempre reconstruido Castillete de Macuto, hasta que la más recia ventolera de las lluvias lo arrasó.

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Tuvo también la suerte temprana de la crítica avisada, aumentado el interés general por sus desvaríos y la excentricidad de un hogar contrastante con el emergente estilo petrolero de nuestras envanecidas metrópolis. Luego de leer una celebérrima entrevista realizada por María Elena Ramos, Jesús Soto contribuyó a una mejor valoración del tutor de la luz, pues, convenimos, no abovedada la tropical, cortante, estrepitosa y avasalladora, prefirió la de su estancia anímica, enfebrecida aún por la pausa europea que anidó en sus retinas haciéndose honda añoranza.

Gracias a él, llegamos a Juanita, su abnegada compañera de vida. Avecindada en las crisis demenciales, el trayecto común se convirtió en una consumada comprensión que todavía espera por el novelista o cineasta capaz de superar el catálogo.

Ella ofrece un fidelísimo testimonio de amor y entrega, hoy infrecuente. Por varios años, la prensa dibujó a la resignada viuda que visitaba la tumba del amado, para volver a El Castillete de las aparentes soledades de un universo recreado por sus propias añoranzas hasta que el deslave litoralense borró todo vestigio material.

Probablemente, nos empeñamos en la continuidad de un periplo existencial cuando el otro se había apagado. Nos atrevemos a sugerir que quedó una imagen de devoción resumida en los quehaceres de la casa, ya que – por ejemplo – hallamos un viejo reportaje de Joaquín Tiberio Galvís que procuró aliviar sus fanes domésticos intentando realzarla como descendiente de una “noble estirpe de caciques” (Elite, Caracas, nr. 1242 del 23/07/49), digamos lo más lejos que autorizaba el positivismo por entonces predominante.

Otra mujer relegada por la historia, fue María Isabel Caldera, viuda de Rafael Simón Urbina, ejecutor del secuestro que condujo a la muerte al otrora presidente Delgado-Chalbaud. Estuvo presa la muy joven e inocente esposa del victimario, recuperando la libertad poco antes que Pérez Jiménez fuese derrocado, para ingresar en las obscuridades de un país por momentos conmovido, y que dejó pocas ventanas abiertas al curioso investigador de su historia no siempre luminosa.

Reaparecerá gracias a las diligencias literarias que tuvo a bien concedernos Federico Vegas, celosa de una vida familiar reconquistada desde la normalidad. Importante e inevitable ejercicio de imaginación, nos la reporta desprendida de todo rencor, satisfecha del otro itinerario vital alcanzado luego de esa presencia involuntaria en una tragedia que se hizo nervio para el protagonista de la novela que refugiaba sus ausencias en Macuto.

En el curso del presente mes, Armando Reverón cumplirá 58 años de fallecido, y, en noviembre, Carlos Delgado-Chalbaud tendrá 61. Empero, nos remiten a dos mujeres de una insólita lealtad que también ejemplifican al país que fuimos y seremos por siempre, con sus alegrías y tristezas.

 

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