#Opinión: Genes caquetíos Por: Luis Eduardo Cortés Riera

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Entre los estados Falcón y Lara, occidente de Venezuela, existe una antiquísima relación que es muy anterior a la llegada de los europeos en los siglos XV y XVI. En efecto, estudios recientes del ADN mitocondrial efectuado por el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, ha establecido una base genética común en las poblaciones de ambos estados, así como de la isla de Curazao, que tiene varios milenios de establecida. Esa relación se prolonga hasta el presente y se puede observar en nuestros rasgos fenotípicos como la estatura, el color de la piel, el pelo, entre otros aspectos de nuestra base genética aborigen común. Nicolás Federmann fue el primer cristiano en darse cuenta de aquello al arribar a estas tierras en 1530. Estuvo en el valle del río Turbio, en las cercanías de Barquisimeto, en donde observó una concentración humana y una economía de cultivos notables. Notó que hablaban la misma lengua que la que oyó de los habitantes de las costas corianas y de Paraguaná.
Era, en efecto, una gran nación la caquetía, pues, según sostiene Reinaldo Rojas, se extendía desde Cuba por el norte hasta adentrarse en Colombia, en la zona del Caquetá. El jefe de este vasto estado en transición hacia un estado centralizado era el Gran Diao, quien gobernaba con su casta sacerdotal y sus funcionarios reales desde Coro, “lugar de los vientos”. A la llegada de Juan Ampíes era gran Diao caquetío el cacique Manaure, quien recibió espléndidamente y con grandes atenciones al español y sus huestes. Ese estado embrionario gozaba de eficaces comunicaciones, un sistema de correos que hacía llegar las noticias en relativamente poco tiempo en sus dilatadas extensiones. El Diao podía hacer largas travesías por aquellas inmensidades acostado en una hamaca cargada por hombres que se iban cambiando por otros frescos según los alcanzara el cansancio y la extenuación. Tal ruta de contactos le permitió a Manaure huir de los maltratos de los Welser e ir a refugiarse a un lugar no determinado del estado Apure, limítrofe con Colombia. Allí llego enfermo y desolado por la actitud de los teutones. Murió lejos de su lugar de nacimiento, siendo enterrado con toda la magnificencia de su estado de nobleza en las cercanías de San Fernando.
Acabo de regresar de Paraguaná. Allí pude observar la misma mirada, los mismos semblantes y actitudes que son semejantes o muy parecidos a las de mis paisanos de la Otra Banda, de Río Tocuyo o de Barquisimeto. Recorrer la Península es como adentrarse en las carreteras serpenteantes que van a Siquisique o Baragua, en el municipio Urdaneta, o transitar los cardonales de La Candelaria o de Taguayure, en el Municipio Torres del estado Lara. Sequía, tunas, cabras y cardones dominan la geografía, así como las relaciones de parentesco amplias y extendidas que les permiten sobrevivir gracias a la cooperación en estos lugares de extrema escases del recurso agua. Ello explica la muy significativa cantidad de apellidos como Chirinos, Petit, Amaya, Yajure, Corobo, Véliz, Leal, Colina o Alvarez desparramados por estas cálidas extensiones del semiárido larafalconiano, formando unas tramas de familiaridad y de solidaridad no conocidas en otros lugares de Venezuela. A todo ello debemos agregar la vivencia un catolicismo popular de signo mariano, que de tan firme arraigo ha cohesionado tantas comunidades dispersas del semiárido.
Esta magnífica construcción social ha sido poco comprendida y poco estudiada por nuestros historiadores, antropólogos y sociólogos. Quizás se deba ello a que la mirada desde el presente no nos permite comprender ese rico pasado que fue común, que las artificiales divisiones políticas y administrativas de la Venezuela petrolera han ocultado. Se requiere de una visión que vaya más allá de los que los estados Falcón y Lara, por separado, no nos permiten avizorar ni ver.
Yo me atrevo a afirmar que existe en estos dilatados y soleados parajes, cálidos y soleados del occidente venezolano, algo así como lo que he llamado “genio de los pueblos del semiárido venezolano”. Tal idea se me ha ocurrido al leer lo que sobre Lisandro Alvarado escribió Mariano Picón Salas al referirse el sabio tocuyano a la “ciencia jafética y europea”, con la que no es posible comprender muchos aspectos de la psicología y la cultura de los pueblos no blancos. Se trata de otra lógica, que nada tiene que ver con el sistema de ideación occidental. Es acaso-dice el merideño- por su “antijafetismo” que se interesa Alvarado por todo lo popular venezolano: la canción o el cuento folklórico, la palabra indígena o la receta del brujo. Es una mirada que desde la antropología histórica, tal como la cultivó Marc Bloch, está por hacerse en estos pocos comprendidos lugares de nuestra geografía espiritual venezolana.

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