Toda tiranía carga adentro las semillas de su propia destrucción.
Ante un megalómano desorbitado un ingrediente clave es la pésima calidad humana de un entorno que – sin asomo de dignidad personal – se presta a lamer sus botas ó trasero con tal de apoderarse de parcelas del poder público.
En un extremo culto a la personalidad, la atención se concentra desproporcionadamente en el caudillo; y no lo suficiente en el conjunto humano que le sirve de soporte – y que por su ineptitud y deshonestidad dan el puntillazo final a su eventual derrota.
Para mantenerse en gracia del jefe conforman un coro permanente o itinerante Corte medieval, que sirve de utilería, de elenco de reparto presto para aplaudir, cuadrarse, o reír gracejadas. Desatienden sus funciones formales pues la prioridad absoluta es complacer y rendir constante pleitesía al jefe.
En la enfermiza relación entre amo y cortesano alternan jugosos premios con los más soeces vejámenes que ninguna persona cuerda y decente debe soportar.
Como hace falta cierta calaña – o locura – para participar en semejante sainete, a lo largo del mandato se ven siempre mismas caras, en continuo enroque, en las posiciones de mayor confianza, la mayoría sin otra credencial que la fidelidad perruna.
Así se conforma una especie de corte de los milagros, como el entorno de Adolfo Hitler, prototipo de servilismo ante una enfermiza personalidad.
En el Tercer Reich algunos eran tan desquiciados como el propio Führer; otros iban por el saqueo; y se intercalaban algunos tecnócratas, como Albert Speer, luego arrepentido, que trataban de hacerse la vista gorda ante los peores desmanes – como tantos militares que después coreaban: «Yo solo seguía órdenes».
Por supuesto, entre tanto detrito humano no puede surgir sucesor alguno.
La inevitable consecuencia es que se va formando una enorme bola de nieve en avalancha de derrumbes, explosiones, putrefacción, traiciones y anarquía. Poseer recursos en apariencia ilimitados sencillamente prolonga el proceso devastador, pero no lo impide: Los hoy «comprados» resulta que son apenas «alquilados».
El tirano va quedando solo en su colapso, si acaso acompañado de algún desquiciado parecido – como Goebbels con Hitler. Los demás huyen como ratas, tratan de pasar de bando, o buscan acomodo y olvido dentro de la merecida nulidad y anonimato del cual salieron.
Al final, el arrogante andamiaje de un pretendido «Reich de los Mil Años» se vuelve sal y agua, en medio de una sensación de alivio colectivo.
Cualquier parecido con alguna actualidad no es pura coincidencia.