Editorial: El derecho a la vida

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La masacre de Cerro Gordo, como seguramente será conocida por la opinión pública la desaparición forzosa y posterior ajusticiamiento de tres jóvenes residentes de este humilde sector del oeste de Barquisimeto, debe encender las alarmas en una sociedad sacudida, día a día, por el delito, la inseguridad, la impunidad y el miedo.

Las palabras de Maikar Torrealba, vecina de Franyer José Mabel Sánchez, uno de los muchachos asesinados, resume en su cruda esencia el sentir de la población: «Que se haga justicia para que no pase lo mismo con otra familia; hoy fueron ellos, mañana pueden ser otros». Este «otros»  a veces difuso, genérico y abstracto, se convierte en hecho cercano cuando el vecino o el familiar vive la experiencia trágica del secuestro, del robo o la agresión si antes no pierde la vida en el insensato momento violento que vive el país.

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La justicia por cuenta propia, los grupos de exterminio o las prácticas lesivas de los derechos humanos por parte de algunos funcionarios, quiebra los principios morales de una sociedad que a su vez debe ser cuidadosa, en su angustia por sentirse protegida, de aceptar callada (y en ocasiones abiertamente), el ajusticiamiento inmoral cuando se trata de alguien señalado de delito. La experiencia ha demostrado el riesgo de esa complacencia: en la guerra sin cuartel, caen inocentes y culpables.

El gobernador Henri Falcón, ante la conmoción pública y los señalamientos contra policías regionales, condenó el hecho y advirtió que «el problema de la inseguridad no se resuelve con métodos arcaicos, anacrónicos e inhumanos»,  además de ofrecer abierta colaboración a los investigadores, con lo cual cabe esperar que de ser ciertos los señalamientos, los culpables paguen.

Los jóvenes de Cerro Gordo eran eso: jóvenes, estudiantes y trabajadores. ¿Tenían algún delito?  Lo podrán decir las  autoridades, pero lo inaceptable es pretender, en este o cualquier caso, asomar una mínima justificación cuando se trata de evadir los canales regulares para imponer una extraña forma de justicia.

Los padres de Edson Javier, Yonder Alexander y Franyer José reclaman hechos y verdad como también las miles de familias venezolanas que visten de luto activo porque la inseguridad o un funcionario sin derecho a llevar la dignidad de un uniforme,  hace rato les quitó la tranquilidad.

Se ha repetido hasta la saciedad que la larga lista de la guerra civil venezolana de cada fin de semana, cobra más víctimas que los episodios bélicos de países lejanos. Pero no son muertos sin rostros: cada uno tiene una historia, un episodio truncado por estar en el sitio menos indicado.

En esta semana reciente, la población de Quíbor, capital del municipio Jiménez, pueblo tranquilo de agricultores y tardes en bicicleta, salió a protestar y lo hizo por esa angustia repetida hasta la saciedad: ¡No a la inseguridad!, que se complementa con un no a la impunidad, a la corrupción del Poder Judicial y a la falta de una política real, capaz de devolverle al venezolano el instante tranquilo de estar en una acera o en el porche de su casa sin temor a una bala perdida.

El presidente, al referirse a los hechos de Amuay y en una frase infeliz, sostuvo que  «la función debe continuar», pero no hay show posible cuando la pérdida se traduce en vidas humanas. La delincuencia, hace rato, protagoniza esa función, sin riesgo a perder el papel principal. Ojalá no sea lejano el día cuando la Venezuela cordial y alegre, pueda cambiar zozobra por esperanza y lograr respeto al más elemental de los principios: el derecho a la vida.

 

 

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