#Opinión: EL SHOW DEBE CONTINUAR Por: Antonio Sánchez Garcia

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Mario Vargas Llosa, el pensador contemporáneo más importante de lengua castellana, acaba de publicar un extraordinario ensayo que tiene por tema, como lo indica su título, La Civilización del Espectáculo.[i] Y cuya tesis central puede ponernos los pelos de punta: «La cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer». En aras, precisamente, del espectáculo, del entretenimiento.
¿Qué pensar al respecto en un país que ha hecho durante dos o tres décadas de su vida social las medidas 90-60-90 colmo de virtud y deseoso arquetipo? Que si la vida social había abandonado hacía muchas décadas la cultura del arte y la creación, la educación moral y la virtud ciudadana sólo faltaba un empujón para terminar de desbaratar la frágil y artificiosa construcción institucional de la Venezuela civilizada para que un animador de feria, inescrupuloso y armado hasta los dientes copara la escena política y convirtiera nuestra frágil democracia en un matadero rojito.
Que a pesar de las flagrantes evidencias de la brutalidad, la zafiedad y la ignorancia de ese animador de tropas lo más excelso de nuestra cultura aplaudiera su sangrienta aparición y lo acompañara sin el menor recato durante un buen trecho de su planificado asalto al Poder no hace más que reafirmar la gravedad de la crisis porque hemos venido atravesando desde que sucumbiéramos a esta homérica borrachera seudo revolucionaria, echando por la borda todas las virtudes ciudadanas fundadas por nuestros mayores, conquistadas en la terrible y prolongada lucha contra la dictadura.
A despecho de Max Weber y todas las teorías sobre el papel del carisma en la historia, el absurdo traspiés de un país echándose en brazos de un payaso y dejándose cuartear gracias a un programa dominical y cotidianas transmisiones radiotelevisivas encadenadas, mientras simultáneamente y aprovechando la distracción se descuartizaban las instituciones, se desmantelaban las empresas básicas, se saqueaba PDVSA, se destruían la industria y el agro y se imponía un régimen de control totalitario, es una de las experiencias más espeluznantes imaginables en un país que subraya a cada paso su origen libertario y republicano.
Y aquí damos con la esencia del problema, el nudo gordiano del particular totalitarismo que sufrimos: al ser de naturaleza prestidigitatoria, especular y al tener resuelto por la vía de los fastuosos ingresos petroleros el lado material de la ecuación, la tiranía lleva 14 años de pan y 14 años de circo. El primero, para satisfacción de los desheredados en su condición mayoritaria – con hambre no hay quien defienda la democracia, solía decir el padre de la criatura, don Rafael Caldera. Y el segundo en la dinámica, permanente y sistemática repetición del espectáculo para quienes, posiblemente por ese estado de privación e indigencia no superan el estadio del más rapaz infantilismo político. La dialéctica del sistema impone un imperativo práctico: el espectáculo, Chávez dixit, debe continuar.
He visto confirmado el aparente poder indestructible de esta dialéctica circense sobre el infantilismo político reinante al oírle decir a un ponderado analista que la dolorosa tragedia de Amuay, en lugar de ascender al consciente colectivo bajo la forma del rechazo moral a las autoridades responsables directas de la catástrofe, todos ellos susceptibles de ser enjuiciados por homicidio culposo, y contribuir a desplazarlos definitivamente del poder, podría servir muy por el contrario a sus fines electorales, al garantizarle al candidato del continuismo y principal culpable de la masacre, “mayor presencia en los medios”.
Se toca aquí un punto de trágica importancia en la configuración de la política del espectáculo: la deshumanización de la política y el desquiciante papel que juegan los medios televisivos en la perversión de la vida pública. Al que la empujan, en lo privado, la propia dinámica del lucro que la posibilita y, en lo público, el totalitario control estatal que la asegura. Con el agravante para el primero que los medios privados están compelidos a seducir mayorías para ser verdaderamente rentables, subyugándose, así, de manera aún más tiránica al dictado del espectáculo. O conquistan el rating o se mueren de hambre.
Lo dijo con una lacerante claridad quien fuera secretario de prensa de Lyndon B. Johnson y luego presidente del Schumann Center for Media and Democracy, el veterano periodista norteamericano Bill Moyers: “Las ideas complejas son las únicas que conducen a alguna parte. Pero la tecnología de la televisión lo vuelve todo plano y, al hacerlo, desciende al más bajo común denominador, desprovisto de matices, sutileza, historia y contexto, con lo que se convierte en promotora de consensos, ¡y a menudo de cualquier clase de consensos!, casi siempre el más elemental y fascistoide, aunque desde luego, los productores proclamen no intentar imponer éste al público”.
Reducir la tragedia de Amuay al burdo nivel de un espectáculo y deshumanizar su contexto hasta desfigurar por completo la responsabilidad moral que le cabe al presidente de la república en su desarrollo dado el poder absoluto que detenta y la índole fascistoide de su régimen, pone de relieve el más perverso atributo de su dominio. Convertir el decurso histórico de una comunidad viva en espectáculo infinito ofende la dignidad de lo humano. Posiblemente no haya vivido nuestro país un período más alienado y alienante de nuestra vida pública. Aceptar pasivamente la preponderancia de la brutal manipulación de la Polis rebajada a mercado de imágenes, constituye una perversión adicional, a la que el degradado universo de las encuestas sirve de perfecto acompañamiento.
Pecado y penitencia. Amuay no fue un espectáculo. Debiera ser la gota que colma el vaso. Para cerrar de una vez por todas el ciclo más luctuoso, más humillante y más degradado de nuestra historia.

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