La vieja casona de Namur fue edificada en los albores del siglo XX por Miguel Parra y Dorila Pinellaux, quienes allí mismo vieron venir al mundo a sus nueve hijos: Benedicto, Antonio, Reina, Silvia, Clorinda, Dori, Nicolás, Alexia y Gonzalo.
Para ese entonces, la casa quedaba muy apartada de Barquisimeto. No obstante, cuando yo la conocí, a finales de 1963, la expansión citadina se había engullido todos los barrios y caseríos de la periferia, incluyendo a Namur mismo.
Y también dentro del ámbito familiar de los Parra Pinellaux se habían producido muchos cambios. Desde temprano, cada uno emprendió sus propios derroteros; y sólo quedaban en Namur: el tío Gonzalo, con su taller mecánico; el tío Toño, con la imprenta; y la madrina Blanca, con su presencia inmarcesible.
Ella le hacía verdadero honor al nombre: ¡blanca! sí… como una cala, como el algodón, como el nácar. Bella, elegante, de trenzas rubias y ojos profundamente azules.
El tiempo y las ausencias terminaron de desdibujar aquellos majestuosos murales del pasado. Y todo tuvo que partir. Todo. Menos la casa… que allí seguía… aunque cada vez más triste… brumosa y apocada…
Tras muchos años, la tía Alexia regresó. Y con ella –como dijera el bardo Elisio- también volvió la aureola de la nostalgia y de la poesía.
Allí estuvimos recientemente. Alexia quiso honrar la memoria de Dori, su inolvidable hermana, arquetipo del servicio y la honradez, y emblema de la libertad y la democracia. ¡Y lo hizo fundando una biblioteca!
¿Cómo?… ¿fundando una biblioteca? Sí… algo completamente inusual por estos lares y en estas épocas, en que el saber se hace humo, y la fuerza y los gritos aplastan la razón. Y es que en revolución y dictaduras –como una maldición- la ignorancia y la indignidad suben raudas a los altares.
En estas circunstancias, las bibliotecas son un crimen, un ejercicio clandestino, practicado a trastiendas. Y ello no es nada nuevo. Ya en el Siglo III, valiosos pergaminos se ocultaban en sótanos y áticos, buscando salvarles de la piromanía religiosa del obispo Teófilo, perversión que después fue atizada por los emperadores Teodosio y Dioclesiano, y seguida luego por el califa Omar, quien en el siglo VI incendió la Biblioteca de Alejandría, argumentando que lo único que merecía leerse era El Corán.
Esta locura no se detuvo. Con ansias de viajera, una y otra vez retornó. Y fue así como el 10 de mayo de 1933, vimos a Goebbels festejar la quema de veinte mil textos, y en 1953 a los comunistas de Alemania Oriental incinerar cinco millones más; mientras que el 30 de agosto de 1980, “el día de la vergüenza del libro argentino”, otro millón y medio se veía arder en Sarandí.
Después vinieron Sarajevo e Irak. ¡Y ni siquiera nosotros escapamos de la hoguera! No… El tizón también chamuscó nuestras carnes, pues entre 2007 y 2008, sesenta mil títulos de las bibliotecas públicas mirandinas, terminaron hechos ceniza en los vertederos.
Entonces, no tiene porque extrañarnos que la antigua casona de Namur sea el asiento de la biblioteca Dori Parra de Orellana. Y menos debe sorprendernos que a la mujer más representativa de la historia cívica y política larense, sólo se le hayan rendido homenajes en el claustro familiar, entre amigos y compañeros más cercanos; valga decir: en la íntima y luminosa claridad de los verdaderos afectos.
Ahora sí entendemos el porqué los actuales gobernantes ni siquiera una calle han bautizado con su limpísimo nombre… ¡ Limpio e inmarcesible… como la madrina Blanca!
#Opinión: Cuando las bibliotecas son un crimen (2) Por: Rafael Rodríguez Parra
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