A juzgar por la compra de aviones, tanques, fusiles, submarinos y misiles, en Venezuela pareciera que estuviésemos a punto de entrar en una conflagración mundial. En efecto, desde 2007, a los bolsillos de “los perros de la guerra” han ido a parar más de quince mil millones de dólares, una fortuna tan inmensa como el presupuesto de todo un año para una nación como Panamá, y hasta tres veces el presupuesto anual de Bolivia.
Ese gasto sorprende. Sobre todo porque en este lado del continente –a Dios gracias- y salvo lo ocurrido en Las Malvinas, las guerras siguen siendo meros diagramas en los pizarrones de la Academia Militar y en las prácticas de cuarteles.
Por ello es que la sinrazón de esas compras –sin lugar a dudas- está en las jugosas comisiones que genera un comercio tan criminal como éste, sobre todo a un puñado de bandidos, a quienes nada importan los gravísimos daños físicos y sicológicos padecidos por los que van al frente, o por las innumerables víctimas que dejan los daños colaterales.
Para ilustrar debidamente esta apreciación, y con la venia de ustedes, cito tres ejemplos, muy cercanos a mi. Don Ángelo, mi suegro, llegó a Venezuela en 1948. Venía de Italia, de una Europa devastada hasta los cimientos por la segunda guerra mundial. Él había servido en la Cruz Roja Internacional, tanto en el norte de África como en Egipto. Y, como es de suponer, muy de cerca había visto muertos, heridos, destrucción y dolor.
Ello le generó verdadera repulsa a todo lo que le recordase esos momentos! Y tanta fue la fobia que, inclusive, prohibió terminantemente que en su casa se viese la famosa serie televisiva “Combate”, proyectada en la pantalla chica desde principios de los años ´60, todos los martes, de 6 a 7 de la noche.
Muy poco habló de esas experiencias. Y sólo por boca de mi suegra, supimos que el mayor pesar de su vida lo experimentó en pleno campo de batalla. Asistía a dos jóvenes soldados, de diferentes bandos, ambos gravemente heridos. Y mientras a uno le presionaba el abdomen para detenerle una fuerte hemorragia, el otro imploraba que le diera agua. Cuando al fin pudo hacerlo… el muchacho había muerto…
Doménico, abuelo de una de mis nueras, también vino de Italia por esa misma época, asentándose en El Tocuyo. E, igualmente, se vio involucrado en aquel infierno bélico. Pero tampoco hablaba de ello. Y así fue por siempre; a tal punto que, años después, por satisfacer una curiosidad muy propia de los muchachos, su hijo mayor le interrogó acerca de cuántos hombres había tenido que matar en la guerra. Entonces –entre la pesadumbre y la indignación- él le pidió que jamás le volviese a hacer esa pregunta.
Una noche de mayo de 1943, eran trasladados hacia un campo de concentración cientos de prisioneros, entre ellos la abuela Pola Ovodoski, nacida en Ukrania, y su esposo Iván, nacido en Rusia. El tren descarriló… y ambos lograron huir. En plena fuga, lloviendo a cántaros y sobre un sembradío de papas, vino al mundo su primer hijo.
Los tres sobrevivieron… y años luego, también emigraron a esta tierra. Después de estar un tiempo en Puerto Cabello, fijaron residencia en Barquisimeto, por los lados del Parque Ayacucho, en donde buena parte de su vida transcurriría sin mayores sobresaltos.
Sin embargo, la huella de la guerra caló muy hondo en el señor Iván. Tanto que una madrugada del mes de diciembre de 1970, celebrándose una misa de aguinaldos, despertó aturdido con el ruido de campanas y de los tradicionales cohetes y fuegos pirotécnicos, confundiéndoles con bombas, cañones y morteros alemanes.
Perdió entonces la razón… Y esa misma madrugada, se colgó de un árbol.
Eso es lo que dejan las guerras. Y por ello debemos parar esta locura armamentista. ¡Pero hagámoslo ya! e impidamos que estos criminales, comerciantes y vividores salgan de las academias, hundan el botón rojo y nos brinden nuestro propio holocausto.
Un reality show… en vivo y en directo, en el que millones de inocentes –incluyendo a los nietos y bisnietos de Ángelo, de Iván y de Doménico- serán arrojados a las trincheras y sufrirán en carne propia esos horrores. ¡Qué El Señor nos ampare!
#Opinión: Cuando las trincheras nos alcancen Por: Rafael Rodríguez Parra
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