El nuevo secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el mexicano Emilio Álvarez, tiene entre sus manos una altísima responsabilidad: salvar la existencia de una institución que tiene el deber de ocuparse de un asunto sumamente importante y sensible, como lo es el de defender los derechos de los seres humanos en el hemisferio contra los abusos del poder ¿Podrá Álvarez asumir el desafío y mantener a flote la CIDH?
Para alcanzar este fin, tendrá Álvarez que comenzar por diagnosticar y determinar con crudeza cuáles son los males que aquejan a la institución. Si los problemas por los que atraviesan los países del continente en materia de derechos humanos, de norte a sur, están documentados y son medianamente conocidos por la opinión pública, no ocurre lo mismo con los peligros que amenazan a la institucionalidad creada por la Organización de Estados Americanos en 1959 y luego ampliada en la Convención Americana sobre Derechos, aprobada en San José de Costa Rica, en 1969.
La respuesta acostumbrada ante este este desafío es señalar que las dificultades residen en la proliferación de gobiernos de izquierda en el continente, o de versiones autoritarias de éstos. Pero si se observa de cerca el asunto, esto no sería sino una respuesta conformista y elemental, que sólo sirve para eludir el análisis de las verdaderas causas de las limitaciones y el mal funcionamiento de instituciones como la CIDH, que arrastra desde hace muchísimos años un deterioro de su imagen y ausencia de prestigio, circunstancias que se han venido agravando, lo que puede conducir a que progresivamente distintos países, como lo ha hecho Venezuela, se separen o denuncien el llamado Pacto de San José.
En lo que se refiere a la Corte Interamericana, uno de los principales errores en que han incurrido es que ha desnaturalizado ella misma su carácter, al considerarse como una suerte de “Corte Federal de Justicia” de los países latinoamericanos y del Caribe, lo que lleva desconocer la existencia de Estados con sus propios andamiajes judiciales. Se ha llegado al punto de pretender dirimir, como si fuese una especie de órgano de última instancia, los litigios de cualquier índole, desde infracciones civiles hasta decisiones administrativas o electorales, bajo la premisa de que cualquier artículo de cualquier ley involucra directamente los derechos humanos. Si se mantiene este criterio, tarde o temprano hasta Chile o México se saldrán de la CIDH.
Otro de los puntos que lesionan severamente la credibilidad de la CIDH es el hecho de que uno de los países miembros de la OEA, Estados Unidos, no puede ser llevado ante la Corte Interamericana, y la Cidh, por su parte, le da un tratamiento especial y nunca envía misiones a ese país para investigar las violaciones a los derechos humanos. Obviamente, nadie puede pertenecer a un club en el que uno de sus miembros tiene fueros especiales.
Si Emilio Álvarez no logra darle un viraje a esta situación, el barco de la CIDH terminará naufragando. Insistir en explicar todo lo que ocurre porque existe Chávez no es sino una mala excusa para no hacer la tarea.