No se sabe escuchar que es como decir no se quiere leer. El exponente es tan común que se lo pueden imaginar como yo. Cualquiera de nosotros puede no solo exponer sino ser también un auditor. Pero sucede que cualesquiera de los osados lectores, que violentando esa actitud de no querer leer, se suman a esa otra conducta de no escucharse contenida en la de no saber escuchar. La palabra, en este sentido, se ha hecho acreedora de un desprecio. Sucede como si ya en nada auditivamente nos importara. Sucede también como si de recibirla mediante el esfuerzo, casi obligatorio, de auto oírnos en la lectura hubiese perdido importancia.
¿A dónde puede conducir este deshabituado comportamiento? El animal tiene para nosotros, por la naturaleza de su especie, su modo de manifestarse. Son sonidos o ruidos que a juicio humano deben tener algún sentido. Es como para nosotros la palabra, el habla. Pero el problema de escucharnos y de hablarnos parece conjugarse o ser expresión de una crisis. Se trata no solo de la aparente nimiedad de escuchar, de leer. En tal sentido, intentemos decir algo más: La palabra es el medio y es el modo que le ha valido a la humanidad para transvasar la realidad perceptible al intelecto. La palabra, en este sentido, ha sido concebida para nombrar. Pero ¿qué se deriva del acto de nombrar? Cuando nombramos nos apropiamos de la cosa nombrada; secuestramos con ella la perceptible realidad para archivarla imperceptiblemente en el conocimiento. Es por esto que el saber, saber del hombre, es una especie de almacén. Es por su medio que la realidad transvasada se ha convertido en conocimiento. ¡Maravilloso! ¿Verdad? La palabra cuando nombro es el mito que sirve para contar la realidad.
¿Se atisba la gravedad del problema de no escuchar, de no leer? De modo que hay que interpretar el asunto como síntomas de un modo de proceder que de continuar puede tornarse incontrolable. Atacar la situación induce primeramente buscar sus orígenes. ¿La radio? ¿La TV? Hoy por hoy, la radio es un aparato que se hace funcionar no para escucharlo, sino para que haga bulla. La TV no conduce al espectador a una actitud crítica ante la pantalla; se enciende sin importar lo que se ve.
A finales de la Edad media, las rígidas normas y preceptos sociales, a la luz de las ideas, se tornaron insoportables. Los problemas se abordaron culturalmente. Revisada la realidad se encontraron razones, pero también vías; había que transitarlas. El camino era el hombre. Un hombre despojado, un hombre erigido en él. Así apareció el humanismo; un modo de transvasar la cultura griega a los pueblos de Europa. Fueron las luces de esa cultura la que alimentó el espíritu sojuzgado del mundo medieval. Y afloró, con ello, el renacimiento. La cultura, como se aprecia, produjo el despertar. El renacimiento es la posesión del hombre de sí mismo. Antropocéntricamente el hombre asumía con propiedad sus facultades. Se despojaba de toda atadura extra mundana. Se convertía en el eje de todo. Para la realidad planteada al comienzo parece no haber solución, porque no habrá medios que abordar para romper con esta situación. No habrá humanismo ni renacimiento, pero lo cierto de todo es que se producirá un cambio ya no cultural.
