Buena Nueva
Después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, hubo personas que comenzaron a buscar a Jesús con más interés y a hacerle preguntas importantes sobre lo que Dios quería de ellos, pero siempre requerían de un signo ¡cómo si no fueran suficientes los milagros que iba realizando por donde pasaba!
En una de esas conversaciones con Jesús se refirieron al maná que comieron sus antepasados en el desierto. Jesús les habló de otro “pan”, muy superior al maná, porque quien lo comiera no moriría. Ellos le pidieron a Jesús que les diera de ese pan “que baja del cielo y da vida al mundo” (Jn. 6, 24-35). Llegó a un punto el diálogo en que Jesús les dijo que El mismo era ese “pan”: “Yo soy el Pan de Vida que ha bajado del Cielo”.
Pero … ¡gran escándalo! “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿Acaso no conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo es que nos dice ahora que ha bajado del Cielo?” (Jn. 6, 41-51).
Al carecer de fe y de la confianza que la fe genera, tenían que escandalizarse. No confiaron en la palabra de Jesús y enseguida se pusieron a revisar su origen. Y, confiando en sus propios razonamientos, concluyeron que Jesús no podía haber venido del Cielo.
A veces nosotros también confiamos más en nuestros razonamientos que en las cosas “imposibles”, que sólo se entienden y se aceptan en fe. Como la Eucaristía, ese “Pan” bajado del Cielo. A simple vista es una oblea de harina de trigo. Pero en esa hostia consagrada está ¡nada menos! que Jesucristo. Y está con todo su ser de hombre y todo su ser de Dios. Y está para ser nuestro alimento, un alimento “especial”.
Pero para creer hace falta la fe. Cierto que la fe es un don, como nos dice el mismo Jesús: “Nadie puede venir a Mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado”. Pero la fe también es una respuesta a ese don de Dios: “Todo aquél que escucha al Padre y aprende de El, se acerca a Mí”.
Ese alimento que es Cristo en la Eucaristía es muy “especial”, porque no funciona como los demás alimentos. Cuando ingerimos los demás alimentos, éstos son asimilados por nuestro organismo y pasan a formar parte de nuestro cuerpo y de nuestra sangre. Cuando recibimos a Cristo en la Eucaristía, es al revés: nosotros nos asimilamos a El, “nos unimos a El y nos hacemos con El un solo cuerpo y una sola carne” (San Juan Crisóstomo).
Además es un alimento “especial” porque nos da Vida Eterna. Bien le dice Jesús a sus interlocutores: “Sus padres comieron el maná en el desierto y sin embargo murieron. Este es el Pan que ha bajado del Cielo, para que, quien lo coma, no muera … Y el que coma de este Pan vivirá para siempre” . Gran regalo que nos ha dejado el Señor. Ese Regalo es El mismo, para ser alimento de nuestra vida espiritual.
En el Antiguo Testamento hay varias prefiguraciones del Pan Eucarístico, entre ellas la más conocida tal vez sea la del maná. Pero hay un pasaje en la vida del Profeta Elías (1 R 19, 4-8) que también nos recuerda la Eucaristía. Elías estaba moribundo en el desierto. Pero Dios envió un Ángel que lo despertó para darle comida. Y “con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios”. Ese alimento divino que restauró las fuerzas de Elías para realizar esa travesía por el desierto hasta llegar al monte de Dios, recuerda el alimento eucarístico que nos da a nosotros fuerza para realizar el viaje hacia la eternidad, viaje que -por cierto- ya hemos comenzado todos los que vivimos en esta tierra.
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