Lecturas de papel
La verdadera y real privatización existe en Venezuela desde hace años. Y esta es arrastrada como una enfermedad, como un mal que paulatinamente lo envuelve todo y ahora se ha instalado en el cuerpo social del Estado.
Nos referimos a la buhonería en Venezuela. Esta actividad, donde se vive la verdad del capitalismo salvaje, ha copado todos los espacios públicos en nuestro país. Desde la capital venezolana, capitales de estado, de municipios y parroquias, han sido asaltados por estas hordas de improvisados comerciantes. Entre una histeria de gritos, sudores, arengas, sonidos de estridentes vallenatos y rock ácido, se venden pantaletas, fresas, kino y triple gordo, queso guayanés, velas, zapatos, tomates y verduras, pimentón y demás guisos de esta insufrible e inmortal Venezuela.
No existe una sola acera en este país que no esté tomada por estos dueños y señores del espacio público. Esquinas, recodos, plazas, plazoletas, frentes de terminales de pasajeros, bulevares, parques, alrededores de hospitales, escuelas, liceos y universidades. Sobre todo los viejos espacios donde el encuentro era cosa normal, como las cercanías de las plazas Bolívar, ahora están intervenidas por estos vendedores de cualquier cosa.
Mientras los comerciantes formales deben cancelar puntualmente sus impuestos a las alcaldías y rentas nacionales, los buhoneros colocan frente a los negocios de aquellos sus tarantines de plástico.
Pasa esto en San Fernando de Apure, en su único bulevar. Pueden verse las estructuras que arman con barras de hierro y forran con plástico negro. Las aceras en ambos lados son imposibles de transitar. En Cabudare, capital de Palavecino, en Lara, todos los miércoles hay una larga calle de más de dos cuadras, junto con sus aceras y adyacencias, donde el asfalto y aceras sirven de mesa para los cientos de vendedores. Al igual que en la avenida Intercomunal, donde los vendedores de “pan sobao”, frutas y loterías se han adueñado de las paradas de autobuses. Así pasa también en la famosa calle Ramírez, en el centro de San Félix, estado Bolívar, y en Cumaná, Juan Griego, Tucupita, La Guaira, Calabozo, Morón, Maracay, y pare usted de contar.
Es triste presenciar como se han estado privatizando los espacios públicos en la Venezuela actual.
Y si este paisaje de ranchificación nacional se desarrolla durante el día, mientras el presidente, el gobernador, el alcalde, los diputados nacionales, regionales, los concejales y demás autoridades del Estado transitan el país. Por la tarde el paisaje nuevamente cambia.
Alrededor de los desperdicios que quedan por tanto desecho vertido en las aceras y demás sitios públicos, el atardecer venezolano se llena de olores de fritanga en los miles de locales de comida rápida que instalan los perrocalenteros, vendedores de hamburguesas, comida internacional (china, árabe) por millones de improvisados cocineros quienes no poseen, en su inmensa mayoría, permisos sanitarios para ejercer tan delicado oficio.
Cualquier esquina es sitio ideal para vender comida por la noche. Los comensales se sientan al borde de la acera mientras los vehículos pasan aderezando con humo y tierra sus aceitosos platos. Los jugos son preparados con “agua del chorro” y los utensilios se restriegan con trapos para volverlos a usar una y otra vez, como el aceite usado para freír.
Mientras esto ocurre los semáforos de cada una de las ciudades de este país son tomados por los “pirueteros”. Jóvenes que improvisan maromas entre candela que echan por la boca mientras las muchachas desdoblan sus envejecidos cuerpos entre cintas de colores o esferas que terminan en el suelo.
Son los dueños de los semáforos, junto con los niños y ancianos limosneros, en un país inmensamente rico en materias primas pero infinitamente pobre en educación y gerenciado con mentalidad marginal. Un país que tiene la luz roja encendida como señal de urgencia. Como último llamado a una ciudadanía que parece estar contemplando la ruina de una forma de vida que es un tumor, un cáncer que debe ser extirpado de raíz.
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