Con los jeans rotos y una mochila negra a sus espaldas, Andrew Witten mira a ambos lados de la calle en busca de policías. Entonces saca un marcador negro y escribe «Zephyr» en una pared cubierta de posters de películas. Admira su trabajo por unos segundos y con sus brazos tatuados toma a su hija, alejándose rápidamente de la escena.
Witten y una generación de chicos de madres trabajadoras que en los 70 y los 80 pintarrajeaban con aerosol sus iniciales por toda Manhattan ahora son hombres de edad mediana. Y al igual que Witten, un padre soltero de 51 años, algunos artistas de la calle hoy considerados los ancianos del graffiti tienen problemas para poner a un lado sus latas de pintura.
«Estoy listo (para salir a pintar). Podría ir esta noche», dice Witten.
«Cronológicamente estoy viejo para hacerlo», admite con una sonrisa. «Estoy seguro de que ya no puedo correr tan rápido».
Witten se hizo una reputación como un maestro de extravagantes obras de graffiti en las estaciones del tren subterráneo de los mismos vecindarios donde ahora le enseña a su hija de 6 años, Lulu, a montar patineta. Para él, pintarrajear su apodo o su marca en la propiedad de otros es casi una adicción, y el peligro es parte de la droga.
Arrastrarse bajo alambre de púas, esconderse de la policía y hasta escapar de sus disparos es todo parte de la experiencia.
Pero con un corazón de artista, describe pintar graffitis en términos más poéticos. Lo llama una experiencia liberadora en la que el silencio de la noche da paso al silbido y vaporización del spray naciente bajo la luz de la luna.
Angel Ortiz recientemente pasó 41 días de una sentencia de 50 en una cárcel de Rikers Island tras haber sido atrapado pintarrajeando su apodo, LA Roc, en una valla en marzo del año pasado. Por décadas Ortiz, de 45 años, ha sido conocido en el Lower East Side de Manhattan como LA II. La traumática pérdida de su novia lo sacó de un hiato de 14 años en los que no hizo graffitis. Desde entonces, ha sido capturado tres veces pintando propiedad privada, todas mientras paseaba al perro de un amigo.
«Donde el perro se paraba a orinar yo escribía mi nombre», dijo Ortiz. «Las calles eran como mi lienzo. Simplemente empecé a escribir mi nombre en todos lados».
Cuando un par de policías olieron la pintura fresca y pescaron a Ortiz, le preguntaron si no estaba ya muy viejo para estar haciendo graffitis. Pero incluso ahora, Ortiz mantiene una lata de pintura o marcadoren su bolsillo para satisfacer esa incesante ansia de marcar buzones del correo, señales e hidrantes de incendios.
Ortiz a menudo recuerda esos días dorados en los 80, cuando el graffiti se convirtió en el punto focal del mundo del arte de contracultura y coincidía en fiestas con Madonna o Andy Warhol. Todavía vive en el barrio donde un joven desertor de la escuela de arte, Keith Haring, se le apareció en su umbral con los jeans rotos y anteojos preguntándole sobre el estilo de su obra.
El documentalista y fotógrafo de graffitis Henry Chalfant recuerda los buenos tiempos de Ortiz como una época revolucionaria en el arte callejero.
«Esa cultura realmente se ha ido», dijo Chalfant. «La cultura que estaba viva en los 70 y 80 ya no existe».
Los artistas cosecharon el estilo crudo de los chicos de la calle, mientras los graffiteros afinaron sus capacidades artísticas para ser comercialmente exitosos. Fue una época en la que los creadores de pintadas se pusieron a competir para ver quién podía producir los murales más elaborados y visualmente atrevidos en los lugares más peligrosos e inaccesibles, sin ser atrapados.
Chalfant dice que las cosas cambiaron cuando la Autoridad Metropolitana del Transporte asumió el sistema regional de trenes de Nueva York y la industria comenzó a fabricar trenes resistentes a la pintura. La policía también persiguió agresivamente a estos artistas en los 80 y 90.
«Toda la escena ha evolucionado a algo más que sólo pintar tu nombre», dice Chalfant. «Los artistas están haciendo comentarios sobre la cultura, sobre la sociedad. Es la visión personal de un artista».
Ortiz ahora pasa sus días pintando, vendiendo su obra de puerta en puerta a galerías y compradores. Nunca llegó a alcanzar la fama de algunos de sus colegas, y el apetito por el arte del graffiti ha menguado en el mundo del arte estadounidense.
Mucho después de la muerte de Haring, Ortiz dice que rara vez recibe crédito por sus colaboraciones pese a que su sello LA Roc aparece en numerosas de sus piezas.
Witten ahora manifiesta su roce con la fama escribiendo sobre arte de manera independiente y visitando esporádicamente la escuela de su hija, donde le enseña a sus compañeros de clase a dibujar. Lulu sabe que su padre hace «arte loco», un término que acuñó al ver los graffitis en los trenes.
De cuando en cuando, la idea de pasar unas horas en un patio desierto de trenes de carga sigue cruzándole la mente. Tomando en consideración a su hija, no admite si aún pintarrajea pero tampoco asegura que no lo hace.
«Yo decidiré cuándo estoy demasiado viejo», dice Witten. «Afortunadamente, no existe la jubilación forzada en el arte del graffiti».