Quién sabe en cuántas he soñado aunque vivir no sea tan sólo dormir con ellas. No es que sean necesariamente sinónimos de hogar. Desde mi nacimiento las he visto venir e irse, y me han ido dejando o viceversa, culebras cambiando de armadura, su disfraz reiterado. Son sus espacios lugares que la memoria, esa doña quebrantada de olvido, ha dejado en tinieblas cual mapas inconclusos que persiguen a quienes no hemos terminado de ser y por lo tanto no consiguen. Desde hace tiempo prestadas, alquilo y pago, no siempre he de decir con la puntualidad debida en los contratos, allí nos abrigamos.
Sobre todo tratándose del país, porque una casa es en definitiva espacio-tiempo-pasajero de puertas y ventanas que se abren, cierran o entrejuntan para que los recuerdos comunes, desde adentro hacia fuera, desde afuera hacia adentro, revisen los rincones y descubran, rescaten o improvisen, en un florero por ejemplo, el hilo roto de una historia que por fugaz e inconclusa se retiene con más brío, ya que la memoria persiste en lo pendiente.
Una casa otra vez, ¿por qué siempre una caja?, no es un destino sino un viaje; un pasadizo que se ilumina de sábanas fluorescentes con las que se abrigan aparecidos personajes de una película al contrario. Las casas, descubro al describirlas, son o se desean narrativas, interminables, pues nunca se cancelan así se las haya llevado la picota del progreso que es la guadaña de la que se sirve el subdesarrollo que llevamos por dentro. Siguen siendo, a pesar, cagarrutas magníficas de pájaro que germinan floridas en donde uno menos se lo espera. Así se inventan, agrietan, descosen, decoloran, ventilan desde su más allá que es húmedo; son habitadas, visitadas, y aunque ya no existan físicamente, se gerundian, inventan, persiguiéndonos y haciéndonos faltantes de historia con minúscula.
Las casas, eso también y sobre todo, huelen, no saben a sabor; son perfume, fragancia; olfativas mucho más que visuales, auditivas u orales. No se confiesan por metros o escalones contados; no siempre, casi nunca, responden a una memoria física o petrificada, que para eso reposan las pirámides; ni siquiera cuando se las mira en una foto; son más bien lugares extraviados y exigentes que se añoran; geografías en celo que se asoman al palco del recuerdo cuando nadie las invoca o permisa. Navegantes inoportunas, se desplazan, “recónditos lugares de mi alma”, sin la autorización de Chelique Sarabia, por territorios de ceniza. Son inaudibles, nadie se pone a escuchar a una casa, y si los pianos en vida nunca han escrito sus conciertos, una casa sin intérprete es lo más parecido a un fantasma brutal y sordomudo.
Construir una casa que se llame país es la tarea más próspera y exigente que nos debemos frente a la fantasmografía a cómodos plazos a las que nos obligan por ahora. Casa por casa: allí nos encontramos. Ese es el berenjenal de país en que andamos y nos exige al máximo para dar y recibir como nunca antes en propiedad y orgullo democráticos.
PAÍS CASA X CASA
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