El primero de julio arrancó oficialmente la campaña para la elección presidencial del 7 de octubre.
Las circunstancias de esta elección son totalmente distintas y las consecuencias de sus resultados son cruciales no sólo para la democracia, sino para nuestra supervivencia como república.
Nunca antes una campaña será tan desigual. Y es que el chavismo poco a poco ha tejido una red autoritaria que le ha permitido manejar todos los poderes públicos, incluido el Consejo Nacional Electoral, que lejos de ser un árbitro imparcial actúa como legitimador del grosero ventajismo oficial y del uso indiscriminado de los fondos públicos en la campaña electoral oficial.
Si lo analizamos por el lado de los medios de comunicación, vitales en una campaña electoral, la situación también es terrible. El gobierno ha logrado la tan anhelada hegemonía comunicacional, y los medios oficiales son instrumentos propagandísticos del régimen donde sólo existe una Venezuela monocolor; al tiempo que los pocos medios privados que no están bajo la égida gubernamental se autocensuran para poder evitar su cierre definitivo.
A pesar de esto, el gobierno no las tiene todas consigo. Los problemas del país hace tiempo lo desbordaron y la protesta social crece en todo el país. El talante autoritario–mesiánico del Presidente, que privilegia la sumisión sobre la eficiencia y el buen juicio, impidió el desarrollo de una obra de gobierno. Por esta razón, el gobierno apuesta al futuro y a la venta de nuevas ilusiones, en este caso el anhelo de tener casa propia, obviando el detalle de que tiene catorce años en el poder y ostenta el oprobioso record de ser el gobierno que más ha manejado recursos y menos ha construido viviendas.
Además, y fiel al carácter pugnaz y desafiante del Presidente, su campaña será despiadadamente polarizadora, apostando como siempre a la división del país, resumida en una frase para el olvido dicha por Chávez: “quien no es chavista no es venezolano”.
Por su parte, los factores democráticos presentaron a un candidato único ungido por el voto popular en unas primarias inéditas en nuestra historia. Henrique Capriles es un joven profesional que ha construido una sólida trayectoria pública, y se presenta a sí mismo como “un servidor público”. Desde que ganó las primarias, se ha dedicado a recorrer el país para llevar personalmente su mensaje al pueblo, visitando sin temor los bastiones más importantes del chavismo. Su sencillez y su discurso de inclusión que aborda los principales problemas del venezolano, como el empleo y la inseguridad contrastan con la violencia del discurso oficial.
El ex gobernador de Miranda está consciente de que se enfrenta no a un candidato o un Presidente en ejercicio, sino a todo el poder del Estado y sus infinitos recursos económicos. Sin embargo, tiene a su favor el inmenso deseo de cambio que siente la mayoría de los venezolanos. Este cambio es más fácil que se vea reflejado en el joven aspirante de los factores democráticos que en un Presidente notablemente disminuido físicamente y con catorce años en el poder.
Decíamos al principio de nuestra reflexión que estas elecciones serán cruciales para nuestro futuro, y es que estamos convencidos que de ganar Chávez el siete de octubre el cerco sobre la democracia se estrechará aún más. Las recientes leyes, inconstitucionales por cierto, que institucionalizan el poder comunal, no son más que la antesala para la progresiva sustitución del sufragio universal y, por ende, de las elecciones libres y democráticas, por una elección indirecta tutelada por el Estado a través de las comunas.
Lo que nos jugamos el 7 de octubre
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