El odio, por antonomasia, es la fuerza destructora de la vida. Su fluir a través de los seres que lo cultivan siembra signos deformantes e irreversibles. Genera esa violencia enquistada que envilece el alma, pero paralelamente su fuerza corrosiva va conformando un estereotipo físico en el cual, junto al declive mental y emocional, se adiciona una gestualidad característica y hasta un olor singular. Todo se denota en el abotagamiento facial, en la sudoración delatora, en los balbuceos expresivos y en la degradación turbia de la mirada. Algunos rostros con los cuales nos topamos en el cotidiano caminar nos muestran ese perfil, pero es lógico que en este momento el lector se sienta impulsado a optar por una obvia tentación asociativa.
Las recientes imágenes del tácito personaje muestran la hecatombe que lo corroe. Ya las capas superpuestas de cremas correctoras y el teñido burdo de la pelambre, lejos de lograr el efecto refrescante, solo logran destacar abultamientos y deformaciones. Las altas dosis analgésicas potencian los estructurales desvaríos y la psiquis aberrada se exorbita en sus expresiones patéticas: la mentira a flor de labios, la manipulación reiterada, la cantinela agresiva, la invocación mitómana de virtudes propias, y por supuesto, la pátina sudorosa, el rictus labial, la delatora expresión de cejas y el socorrido burladero de ridiculeces anecdotarias. Ese cuadro dantesco, el cual lamentablemente no conoció Oscar Wilde para recrear una variante del famoso Dorian Gray, con seguridad para muchos televidentes ha llegado a ser algo mas que una percepción audiovisual, dado que de las imágenes y secuencias que lo componen emana una suerte de halo que trastoca lo visual y pudiese alcanzar inclusive lo olfativo, creándonos la certeza de un algo que proviene de los mas oscuros vericuetos del ser que observamos en sus patológico discurrir.
Si, ciertamente; ese personaje que ha degradado la nación en los últimos trece años, no solo ha desarrollado la somatización de sus abominaciones interiores, sino que con deliberada perversión, al verse y sentirse prisionero de las mismas, ha tratado de ejecutar una forma genocida de venganza histórica fecundando las simientes del odio como nutriente vivencial en la sociedad. Las potencialidades constructivas que subyacen en el alma nacional han prevalecido, pero la huella de esa matriz disolvente ya la percibimos en muchas caras y demasiados gestos. Para infortunio de la sociedad, esa cátedra de perversión ha generado una onda continua en su acción disolvente y como evidencia dolorosa e irrefutable de ello tenemos el panorama de salvajismo y criminalidad que se ha incrustado en todos los rincones del país. A ello se agregan las persecuciones, las amenazas, los vejámenes y los insultos que han sufrido tanto sencillos ciudadanos, como dirigentes institucionales de la sociedad civil, usándose para ello claques donde se asocian patotas hamponiles con matones caribeños expresamente importados. Pero si fuese poco, en los estertores de su ritual definitivo, él tiende sus manos con fuerza agónica y se hermana con otros capitostes de la maldad y la guerra buscando sumergir al país en el torbellino de la sangre.
Pero ese intensificado brote de putrefacción solo puede explicarse a través de una realidad incontrovertible. El hervor de podredumbre se intensifica porque se presiente en el horizonte el advenimiento de un huracán purificador y sus anunciadoras ráfagas de esperanza y transparencia hacen que la desesperación cunda en las sentinas del odio. El reacomodo, la pugna y la traición son el diario devenir en las madrigueras, y por ello se remueven las bajezas y se derraman los cargamentos pútridos. Todo presagia una implosión de basuras e infamias, pero la nación se empinara por encima del magma infecto, el detritus será fagocitado por las costras que la Providencia reserva para el mal y comenzará la indetenible lucha de la regeneración y la luz.
@masravchavol
El perfume del odio
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