Aquella euforia colectiva que vivimos los venezolanos el 23 de enero de 1958, la que continuó durante cuarenta años ininterrumpidos, empezó a declinar a partir de 1999. Cuando derrocamos a Pérez Jiménez, pensábamos que con él se cerraba el catastrófico ciclo de las dictaduras en Venezuela. Prueba del optimismo que generó la caída del sátrapa, son las cuatro décadas de progreso del país en todas direcciones.
De un pueblo arbitrariamente sometido, pasamos a ser un país pionero en eso de sacar a los pobres del hoyo de la miseria. Ya para 1998, Venezuela había crecido suficientemente en la educación de su pueblo, en otras variables de desarrollo nacional y en conciencia democrática. Tanto que, a pesar del perverso propósito de Hugo Chávez, de acabar con todo eso, la nación se mantiene de pie. Y si algo bueno tenemos todavía en nuestra patria, es lo que aún queda de lo que existía en 1998. La muestra más elocuente es PDVSA. Hoy disminuida, al servicio de un dictador que poco oculta su vocación totalitaria, y peligrosamente desnacionalizada. Y sin embargo, es lo único que genera ingresos fijos. ¡Lamentablemente, para despilfarrarlos!
Hoy, después de 14 años de ejercicio gubernamental personal, prepotente y militarista, el golpista más conocido de Venezuela, materializa su proyecto dictatorial que lo llevó a encabezar un golpe de Estado en febrero de 1992. Poco a poco ha centralizado en su inmundo puño militar, cuanto se movía con independencia y autonomía en Venezuela. En esta hora aciaga para los venezolanos, además de una férrea e ideologizada dictadura –ya a la vista de propios y extraños–, somos víctima de un Estado forajido. Con todo el Poder Público Nacional arrodillado ante el dictador. Que nadie se siga engañando: ¡Venezuela está en manos de un perverso e inescrupuloso dictador!
¡Dictadura en Venezuela!
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