Al pueblo de Aguada Grande, en el norte del estado Lara, llegó el progreso automotor a través de una quebrada hecha camino a fuerza de pico y pala en tiempos de la dictadura del general Juan Vicente Gómez. Entonces empezaron a transitar por allí camiones con carrocería de casilla, tipo autobús, espacio compartido donde se trasladaban pasajeros sentados en largos puestos delanteros y diversa mercancía atrás. Se confundía la gente con bultos de papelón, sacos de caraota, verduras y amarradas gallinas cacareando.
Estos carros viajaban a Barquisimeto y ese viaje se programaba con tiempo y cuidado, pues la ida y el regreso representaba una odisea de varios días, más en los tiempos de lluvia cuando en algunos cauces de quebradas era necesario ponerle a las ruedas traseras gruesas cadenas. Además, al presentarse empinadas cuestas, para aliviar la carga los pasajeros bajaban y caminaban largos trechos. Se pernoctaba en casas-posadas durante una o dos noches, en medio de oscuranas, plaga y supuestos fantasmas.
El primer camión que circuló por tan escabroso sendero fue propiedad de doña Cémida de Meléndez, dueña de trillas de café y de otros negocios. Le puso un nombre: “El amigo del pueblo”. Y después creció el servicio automotor con nuevos carros y admirados personajes, los choferes, quienes entre viaje y viaje se convirtieron en seductores ases del volante. En este oficio figuraban: Rafael Ramón López, Vitel Peña, Chelías Matute, Pablito Anzola y otros que durante la fiesta patronal de Aguada Grande redoblaban su trabajo trasladando enjambres de pasajeros, presencia de lealtad a la Virgen del Carmen.
Por aquel camino, mostrando en cada lado casitas que hilaban arriba el humo azul de los fogones campesinos, existían abiertos patios de bolos, juego que en domingo practicaban los conuqueros. Participaban en animados lances con el fin de tumbar tres palos colocados a unos treinta metros al fondo de terrosa cancha, para lo cual tiraban con calculada fuerza una bola de madera.
También por el camino había surtidas pulperías, una de ellas en el caserío La Unión, propiedad del señor Tano Romano, donde se vendía diversos artículos caseros y de trabajo. Un día trajeron a este lugar algo muy novedoso, una nevera, artefacto que funcionaba usando querosén. Fabricaba hielo y sabrosos helados de endulzada leche, servidos éstos en vasitos de cartón. Igualmente esa máquina fue signo de progreso en otras pulperías, cuyos dueños eran Agustín Marchán, Víctor Jiménez, Rodulfo Castillo y la señora María Rojas.
Cerca del mismo camino, detrás de un cerro adonde se llegaba mediante una vereda de sombras con ruido de pájaros y corrientes de agua, estaba oculta una hacienda de nombre “Marguaye”, de don Heraclio Peña. Allí se cultivaba caña de azúcar, producto destinado a un trapiche de empalagoso aroma bajo ajetreos de molienda. Gruesos cilindros molían esa caña y el guarapo iba a grandes pailas avivadas por fuego de bagazo reseco. Salía una melaza que llenaba moldes de madera en donde se formaba el papelón. Además, se elaboraba allí un manjar de dulce tentación llamado melcocha.
Luego de aquellos largos viajes en los camioncitos de casilla, automotores que llevaron el progreso al pueblo aguadense, los pasajeros contaban risueñas anécdotas y detalles acerca de lo vivido en la ruta: las fallas del carro, quiénes viajaron, la noche en las posadas, la comida, los mareos en algunas personas, la lluvia, la neblina y el calor en distintos lugares. Ese camino de Aguada Grande era una crónica oral completa, espontánea palabra narrativa.
Camino de Aguada Grande
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