Estuve en casa de un amigo y, a ratos, me distraía observando cómo su hija vestía una muñeca de plástico con una colección de trajes: de empleada doméstica, de ama de casa, de jugadora de tenis, de enfermera, etc.
Recordé el refrán popular que dice que “el hábito no hace al monje, pero lo viste”. Como todos los dichos populares, encierra una gran sabiduría. La niña me obligó a reflexionar.
Pensaba que el traje de turno de la muñeca no la convierte en enfermera, ama de casa o jugadora de tenis. Es decir, no transforma su naturaleza de muñeca plástica. Solo la viste y aparece como empleada doméstica, secretaria, etc.
Hoy, en muchos ambientes, se pretende que el sexo sea algo así como ponerse o quitarse un traje: el de hombre o mujer. El sexo lo convertimos en un modelo sustituible, de acuerdo con los gustos y las tendencias de cada quién.
Si hablamos de inclinación sexual trivializamos algo tan humano y valioso como el sexo. De ser algo que la naturaleza le da a cada uno, –nadie lo escoge- se convierte en algo cultural que uno elige. Cada uno se lo pone cuando le parece.
Si convertimos el sexo en una opción cultural, se transforma en rol. Un papel que cada uno asume temporal o definitivamente, según quiera. A la muñeca le podemos cambiar de traje, pero no a ella misma. Seguirá siendo muñeca aunque adquiera la apariencia de mamá, de secretaria o de lo que sea.
Nuestra cultura se empeña en eliminar diferencias y se pone de moda lo “unisex”, que más allá de ser algo comercial, se convierte en ideología. Se toma la palabra género para ampliar las posibilidades: homosexual, heterosexual, transexual, etc. Se confunde el “ser” con el “aparecer”.
Podemos cambiarnos de traje pero seguiremos siendo los mismos con traje inadecuado: “Aunque la mona se vista de seda, mona se queda”. El hombre no aparece como masculino, sino que es masculino. La mujer no aparece como femenina, sino que es femenina.
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