La Venezuela idílica

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Hablar de la provincia venezolana nos lleva a evocar lo mágico, lo idílico, lo profano y lo fantástico.

Una patria sin conflictos sociales, jerarquizada en estamentos según la fortuna y la educación de los unos y la resignación desafortunada de los otros, fraternal en su inspiración y plácida en el discurrir de los días mientras se esperaban los partos de las vacas jugando al billar en las cantinas aldeanas.
La fe cristiana con visos de superstición en las mentes campesinas imponía los Diez Mandamientos con toda la rigidez del temor de Dios. Sólo el sexo escapaba a las Tablas de la ley promulgadas en el Monte Sinaí. Ni la venalidad, ni el enriquecimiento ilícito cobraban carta de ciudadanía.
La carne era débil únicamente para el apetito que la propia naturaleza estimula en la urgencia de reproducción. Lo demás Dios lo prohibía y el diablo lo castigaba. Las instituciones venezolanas fueron fiel copia de la sociedad pastoril que regían: idealista y utópica hasta 1920, sumisa y romántica, en otros perfiles.
La vida, en general era modesta y austera, con ochenta y cinco por ciento de población rural y muchísimas carencias. La política no se había erigido aún en profesión.
De la representación popular se investía a profesionales o artesanos o simplemente ciudadanos en consideración a su probidad, idoneidad y voluntad de servicio.
La obtención del favor popular no implicaba gastos mayores. Pobres, pero honrados los venezolanos, sin sobresaltos ni amarguras vivíamos a la vera de la civilización universal.
Guerreábamos caballerosamente sin apelar al terrorismo en la figura del secuestro ni al sacrificio de inocentes con las armas homicidas. El primer siglo de la emancipación registró el mayor número de guerras civiles en todo el continente. Generando situaciones conflictivas entre las instituciones políticas de estirpe calvinista y las instituciones españolas de raíz religiosa con el Derecho Divino de los Reyes.
La libertad era un don demasiado grande, tras cuatro siglos de oscurantismo. Son los pueblos quienes forjan las instituciones y no éstas a los pueblos. Venezuela tardó u siglo en acostumbrarse a debatir las ideas sin respaldarlas con la fuerza.
Estábamos acomodándonos dentro de un estado nuevo en el que la ética carecía de contenido religioso para sustentarse en normas de conducta ciudadana, fruto de una educación cívica apuntalada por el maestro, don Simón Rodríguez. Conseguimos con sangre la libertad, pero hemos sido incapaces de encauzarla con una conducta ejemplar. No era la desmesura nuestro signo ni tampoco vivíamos a obscuras sobre nuestras realidades.
Mal podríamos adolecer de aquello que los psiquiatras califican como pérdida de la identidad. Nos sabíamos pobres y débiles. Estudiosos, sí, y en grado sumo. Carentes de los más elementales instrumentos de la investigación científica en razón de la penuria común, el interés de nuestra gente se centró en el campo, embelesada en el discurrir plácido de una vida sin fronteras.
¿Qué ocurrió?¿Qué se hizo la Venezuela idílica? La tierra buena que ponía fin a nuestra pena. ¿Será falta de educación en la edad infantil? ¿Será insuficiencia presupuestal en materia educacional? No éramos más ricos hace 100 o 50 años. La rectitud de la conducta no se aprendía en las escuelas ni en los claustros universitarios: se aprendía en el hogar. También la destreza manual del venezolano era ya proverbial antes y después del Descubrimiento.
Nos ha sorprendido el comienzo de este nuevo milenio, con un atardecer apocalíptico de confusión y extravío. Lejos de ser un signo ominoso de aberración humana, nuestra crisis actual es sólo un reflejo de la corrupción del poder político, de la inequidad en el desarrollo, de la desadaptación de nuestra dirigencia política a la expectante Venezuela del siglo XXI. Los rasgos de la nacionalidad, mal se pueden diagnosticar por lo experimentado en el breve lapso de una vida.
Los venezolanos de siempre no fueron lo que somos ahora. Desbordada sobre el mundo exterior con sus valores más preciados, la provincia requiere una pausa de introspección, de contemplación de lo propio, de diagnóstico de sus dolencias.
Es en este camino de reconstruir su historia, de rescatar su lenguaje, de despertar su verdadera identidad como se aprende a aproximarse a la patria, a aprenderla, a quererla en su auténtica fisonomía, que los extraños aman sin conocerla mientras los propios la viven con amargura. No basta con la acción de las Autoridades ni con la creación de más leyes.
Lo que se necesita es la toma de conciencia personal para valorarse y cuidarse. ¡Sólo así la alegría, “ese interior fresco y luminoso generador de bienestar general” que alguien bien definió como la felicidad, hará parte de nuestra vida!

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