La destitución constitucional del presidente paraguayo, el ex obispo Fernando Lugo, una vez ocurrida la masacre de 11 campesinos y 6 policías, y el posterior desconocimiento por la UNASUR de la autoridad del Congreso y del presidente interino de dicho país – el actual Vicepresidente de la República, Federico Franco – desnuda a campo abierto el entendimiento falaz que acerca de la democracia tienen los actuales gobernantes de América Latina. La suponen como derecho propio e individual – immune a los controles – y jamás derecho colectivo de sus pueblos que ellos deben garantizar, respetando los balances institucionales y acatando el Estado de Derecho, según reza la Carta Democrática Interamericana.
Todos a uno de dichos gobernantes, incluso por omisión o silencio, son discípulos indiscutibles del Eje La Habana-Caracas. Ellos predican o toleran la intangibilidad y perpetuidad de los presidentes, pues se aprecian a sí como encarnaciones vivas del todo, autorizados para disponer sobre el resto de los poderes públicos constituidos y la misma sociedad que los elige.
La presidenta brasileña Dilma Rouseff – aprendiz de Emperatriz regional – se les suma al rompe. Se anticipa entusiasta a protestar el desempeño del colegiado parlamentario reunido en Asunción, que es expresión auténtica de la soberanía popular y cuenta con igual legitimidad de origen a la del presidente destituido. No espera la deliberación serena de la comunidad internacional, misma ponderación que reclama, paradojicamente, de los legisladores paraguayos. Pero avanza su opinión. Lo hace por la misma razón que en el pasado esgrime la Casa Blanca al cohonestar a las dictaduras militares: el beneficio económico que le significa el statu quo de los vecinos, a costa incluso de sus libertades ciudadanas y los balances de poder que demanda toda democracia verdadera, a secas, sin adjetivos. Aplaude hacia afuera lo que sus compatriotas y el mismo parlamento brasileño no le aceptarían puertas adentro. Ya Lula da Silva, por ende, declara antes que el soldado Hugo Chávez es el mejor presidente que haya tenido su país, a pesar de que los organismos multilaterales le señalan de colusión con el narcoterrorismo y el uso del Poder Judicial para perseguir a sus adversarios políticos y económicos.
Cuando recién la Comisión Interamericana de Derechos Humanos observa la conducta del ecuatoriano Rafael Correa, quien maniata a la prensa independiente a través de jueces incondicionales, o cuando emite severos dictámenes contra el Estado venezolano bajo cuya autoridad mueren víctimas de homicidios, cada año, más de 18.000 ciudadanos, los patriarcas de la UNASUR – cuyo secretario es un ex ministro de Chávez – no obstante amenazan con retirarse del Sistema de Derechos Humanos. Y el argumento no se hace esperar.
Apelan a la impermeabilidad de la soberanía nacional, ajena según ellos a la vigilancia supranacional de «sus» democracias. Tanto que, en ese orden, los países del Eje citado, aprovechando la indiferencia – cabe repetirlo – de los pocos gobiernos relativamente democráticos que sobreviven en la región – entre éstos México, Chile, Colombia o el Uruguay – cada día que pasa se ocupan de castrar a la OEA y anular sus funciones de seguridad colectiva democrática. !Y es que la Carta Democrática Interamericana transforma al organismo multilateral, de hecho, en una inconveniente junta de instituciones democráticas y sociedades, dejando de ser el sindicato patronal de los gobernantes.
Basta, pues, que los contrapesos constitucionales operen regularmente en alguna de tales naciones, amenazando la permanencia de sus presidentes, para que éstos reaccionen en comandita, como una suerte de Santa Alianza que les cuida los empleos y prosterna, eso sí, los derechos y libertades de sus gobernados.
El asunto es grave y habla mal de la madurez democrática de América Latina, presa de sus tradiciones militaristas desde la hora de la Independencia y a contrapelo del ideario civil que es fundamento del movimiento emancipador hacia 1810. A los gendarmes militares – «necesarios» en patrias bobas urgidas de mesías y traficantes de ilusiones, de padres buenos a tenor de la sociología de Laureano Vallenilla Lanz – hoy les siguen, con la excepcion de Caracas, los gendarmes de faldas o trajes de paisano, pero gendarmes al fin y al cabo.
Unos y otros, otra vez con sus excepciones contadas, una vez juramentados y al margen de las Constituciones que juran procuran sustituirlas para asegurarse el dominio total sobre los órganos del Estado o debilitarlos a un punto tal de hacerlos inermes, con detrimento de quienes no los votan y con vistas al ejercicio perpetuo del poder; que sólo ceden en beneficio de las esposas o los hijos cuando no prefieren morir sin testamento.
En cuanto a Cristina Kirchner, sucesora de su clan, mientras cuenta con el apoyo de la fuerza laboral que conduce Hugo Moyano todo esta bien; pero cuando éste disiente y ahora protesta democráticamente contra la presidenta, lo acusa de golpista y destituyente; del mismo modo en que Chávez, desde Caracas, asume cualquier oposición a su régimen hegemónico y militarista como práctica insurreccional o traición a la patria. Correa, a su turno, al toparse con la protesta salarial de los policías ecuatorianos, incapaces siquiera de mantener la lucha contra la delincuencia, los enfrenta en el sitio como guapetón de barrio y les intima a que lo asesinen, para luego retirarse y decirle a sus pares del Eje que es objeto de un golpe de Estado.
Lo anterior, en modo alguno significa que lo dicho y hecho por el Congreso paraguayo es un absoluto. Así como Lugo ha de someterse al escrutinio de las instituciones de control, en democracia también éstas son controladas, pero conforme a los mismos cánones constitucionales que las rigen y no bajo la presión política de gobiernos extranjeros. La Corte Interamericana de Derechos Humanos tiene jurisprudencia suficiente al respecto y sobre los llamados juicios políticos.
Atrás queda – cabe reseñarlo – el ejemplo digno de Carlos Andrés Pérez, quien luego de ser víctima de un golpe de Estado armado por el actual líder del sindicato regional de los mandatarios latinoamericanos, seguidamente es removido como Presidente por el Congreso de su país y el voto de su propio partido. Acata lo que juzga de injusticia para evitarle a Venezuela la desestabilización y sobre todo el mal precedente que significa para la democracia la desobediencia de los gobernantes a las decisiones de los jueces y parlamentos, así se discrepe de ellas o de sus móviles subalternos. Es otro el tiempo.