Venezuela, un país signatario de la Convención Interamericana de Derechos Humanos de 1969, la cual designó a la Comisión y a la Corte Interamericana de Derechos Humanos como instrumentos del cumplimiento de sus disposiciones, ha decidido retirarse de estas instancias y estudia diferentes modalidades para ejecutar tal medida, que incluyen la denuncia inmediata del llamado Pacto de San José o la espera a que organismos regionales, como Unasur, creen instituciones correspondientes.
De los 34 países que conforman la Organización de Estados Americanos, 25 son signatarios de la Convención y 8 nunca lo hicieron o no han ratificado el convenio (Estados Unidos, Canadá, Belizeentidadestre otros) y Trinidad y Tobago que denunció el convenio en mayo de 1998 y decidió salirse.
En todo caso, y más allá de los mecanismos jurídicos para ejecutar la decisión, el gobierno de una nación importante de la región ha hecho saber que, a su juicio, la CIDH no cumple con sus deberes de protección de los derechos humanos y que las funciones establecidas por el Pacto de San José han sido adulteradas por los integrantes del organismo, quienes actuarían sin la probidad necesaria al desconocer la soberanía de los Estados, amparar violaciones de derechos humanos por intereses políticos y proceder en sus labores de manera parcializada.
Por más que al Estado venezolano puedan hacérsele observaciones en relación a su desempeño en la materia, como lo referente a la situación de las cárceles, las denuncias que se hacen no pueden desestimarse. Hay hechos y evidencias que indican que algo anda muy mal en la CIDH. Numerosas acciones y omisiones han tenido lugar a lo largo de los años. Las instituciones tienden, en determinados contextos, a desnaturalizarse. Por lo demás, son entidades creadas en el cuadro de la guerra fría, por lo que fueron diseñadas para ser funcionales a la lógica de aquellos tiempos, con todos los lazos de tutela y subordinación que de ella derivan. Lo más delicado es que se trata de instancias que, por su misión, deberían actuar con absoluta independencia, integridad y rectitud.
El deterioro institucional por el que atraviesa la CIDH no es conveniente para los habitantes del continente, pues a este tipo de organismos le corresponde jugar un papel destacado en la protección de derechos fundamentales. En la medida en que las anomalías y flaquezas de estas instancias aumentan, se alientan las conductas transgresoras de los Estados y se acrecienta el desamparo, porque sin la solvencia necesaria las instituciones se convierten en entelequias.
Sin embargo, no es la solidaridad automática con sus conductas y extravíos lo que pudiera fortalecerlas o salvarlas de su depreciación definitiva. Al contrario, los defensores de los derechos humanos, como las ONG, deben actuar con prontitud para exigir su completa reedificación, sobre nuevas bases, porque no bastarían simples reformas, ya que existen elementos estructurales, propios del momento histórico en que fueron creadas, que no garantizan autonomía, probidad e imparcialidad. Tal vez una buena señal, un primer paso, sería la renuncia en pleno de sus integrantes. El peligro es que sea la CIHD la que destruya a la propia CIDH. Luego será tarde.