Es, en fin, un compendio de artes y sentidos, por eso no hay poesía mala ni buena. Simplemente se nos revela o no su existencia.
Aquellos que ven en el arte de escribir el mero hecho de yuxtaponer palabras y en la poesía, específicamente, la tarea de quebrar en hemistiquios disparejos cualquier frase en prosa, están muy lejos de comprender y aún más de emprender una travesía poética. No deja de ser cierto que puede cumplirse esa ley sibarita de “no hay poema bueno sino el que te gusta”, pero la sutileza está no en el gusto o apreciación de quien la recibe, sino en la concepción propia de la obra.
Más de una vez nos hemos topado con una estrofa de rima consonante y simetría perfecta (ti-mí-aquí-vi) que habla de un episodio amoroso repetitivo o de un desamor enguayabado. De pronto nos conseguimos algún geniecillo que se jacta de escribir poemas sólo porque traspone dos o tres palabras, termina armando lo que él considera como verso y lo rima con el vocablo más inmediato que le cruzó por la mente. Pero también, seguramente, hemos padecido de aquellos exploradores de diccionario, escribientes de laboratorio que componen un poema vacío, atiborrado de palabras y combinaciones extrañas, intentando lograr una configuración poética trascendental, terminando en el más peregrino y tragicómico ridículo.
Una poesía verdadera, digna de tener sobre sí la investidura apolínea, es capaz de proyectar imágenes en la mente sensible del lector y originar en él una experiencia cercana a la pictórica. La lectura poética es un instante de contemplación, el disfrute de un paisaje suprarreal y dinámico al cual pertenecemos a medida que le otorgamos profunda atención sensorial. Esto es captar los matices y trazos -grafía de pincel- y saborear el deleite que producirá la iluminación, la multiplicación y posterior conversión de la imagen en la memoria. Al decir que la poesía es color y composición visual meditativa, no será difícil mirar versos malogrados como lienzos en blanco.
La poesía pura, plena, aquella que no recurre a elementos léxicos desaforados ni cede su pureza al ramplonismo, es cultivada en contadas mentes. No significa que está reservada a magníficos genios, ungidos por los dioses de un Olimpo inalcanzable, pero tampoco es un evento de alcance indiscriminado. Si el arte de la poesía fuese un juguete a disposición de cualquiera, entonces no existiría el lenguaje coloquial, hablaríamos constantemente en verso y no haría falta más que un lápiz y un papel para escribir bien.
El que verdaderamente escribe poesía no tiene otra pretensión que llegar al alma del lector por una vía propia, montado en el vehículo del desnudo emocional. No quiere impresionar, no intenta ser perfecto, sólo busca legar ese don que le fue conferido. Es, a fin de cuentas, un servidor. Así es como se va eliminando cualquier paradigma que define al poeta como un letrado antipático o un erudito extemporáneo y se comienza a verlo como lo que es: un espléndido hablante de la lengua asimétrica de las pasiones.
Al ir desmontando esa figura del poeta aburrido y preciosista y prohibiendo la proliferación de escribientes pestosos que no hacen más que desnaturalizar el arte poético con sus intentonas excesivamente contemporáneas, se logrará ese acercamiento universal tan necesitado entre el creador y aquellos que gozan de sus criaturas. El día que eso ocurra, la poesía dejará de ser un disfrute de pocos y pasará a ser una delicia numerosa, ocupando los principales anaqueles de las librerías y dejando atrás muchos libros cuya pulpa de papel triplica de por sí el valor de su contenido. Dejará entonces de existir la premisa de que no se soporta lo que no se puede entender para gritar a viva voz un secreto místico y consolador:
Leer poesía no es cuestión de entender… Es el sencillo hecho de sintonizarse con el estigmatizado estado de la sensibilidad.
www.zakariaszafra.com