Hay personas a quienes les encanta “aparecer”, ser tomadas en cuenta y recibir homenajes incluso no siempre realmente merecidos, sino más que todo fruto de un autobombo productivo. Otras en cambio son todo lo contrario: con muchos méritos en el campo profesional donde se desenvuelven, con contribuciones notorias a la vida y progreso del país, prefieren no ser reconocidas, mantener, como comúnmente se dice, un bajo perfil. Obviamente las primeras son francamnente vanidosas, mientras que las segudas verdaderamente humildes.
Caigo en esta reflexión hoy a propósito del artículo Auge y caída de Guayana, firmado por Eduardo Mayobre, aparecido en El Nacional este 18 de mayo pasado. El artículo se refiere, sobre todo, al libro Argenis Gamboa, pionero siderúrgico venezolano de Jóvito Martínez Guarda. El tema estaría muy bien si sólo hubiera sido un comentario positivo a dicha publicación, pero Mayobre dice en referencia a esta obra, para finalizar el primer párrafo, “en la cual se narra la vida de tan ilustre venezolano y se cuenta la historia del complejo industrial creado por el Estado en las riberas del Orinoco”. Y más adelante finaliza el segundo párrafo así: “Cuatro líderes condujeron esta inmensa tarea: Rafael Alfonso Ravard, Argenis Gamboa, Andrés Sucre y Leopoldo Figarella”. (Por cierto ese Alfonzo, como apellido, es con zeta).
Al leer esta última aseveración y tras “y si se cuenta la historia…” como dice la primera, salté de mi asiento, no indignada con el amigo Eduardo Mayobre, pero sí dolida. Enseguida le envié una nota, de la cual, sin falsa modestia, entresaco unas partes:
“… me produjo dolor el olvido de un hombre, piedra angular de la industria siderúrgica en Venezuela (…) No se puede hablar de la industria siderurgica en este país sin nombrar a Antonio Álamo Bartolomé (…) fue el gerente o director ejecutivo del grupo inicial que se creó (…) para estudiar la explotación del hierro en Guayana (…) en época de Pérez Jiménez y el informe que hicieron y editaron, incluso con la selección de Matanzas para ubicar la Siderúrgica, trató de robarlo el gobierno (…) Hubo violación de correspondencia buscando en qué editorial del país o del extranjero estaban imprimiendo el libro. La estrategia de los del Sindicato del Hierro, que si mal no recuerdo así se llamaba el grupo, fue muy inteligente y simple: el libro lo editaron en la imprenta más conocida y céntrica de Caracas, donde menos se le ocurriría buscarlo el gobierno y, una vez listo, se lo regalaron al Estado.
(…) fue el primer presidente de la Siderúrgica y estuvo en toda la negociación para construirla (…) El apetito de las compañías extranjeras, la Innocenti incluida, se estrelló ante el muro de la probidad de mi hermano (…) así le ahorró a la nación ese chorro de dinero que se va por los albañales de las comisiones. Por esto y por su competencia profesional, el presidente Rómulo Betancourt estimó mucho a Antonio, a pesar de ser hijo del otro Antonio Álamo, gomecista, a quien Betancourt detestaba.
(…) siempre le gustó mantener un bajo perfil, por eso no figuró en la Junta de Gobierno a la caída de Pérez Jiménez; lo buscaron para esto porque había sido uno de los artífices universitarios de esta caída, pero se escondió (…) en sustitución nombraron a Blas Lamberti (…)Todo esto está en el libro que sobre él, ya enfermo, escribió Myriam Cupello, su esposa. De ha- ber estado sano, jamás hubiera permitido esa publicación”.
Antonio murió de Alzheimer el 27 de septiembre de 1997, olvidado después de10 años de enfermedad. En su entierro hubo una sola corona. Si hubiera muerto como presidente de Protinal, su último destino de trabajo, no habrían cabido las flores junto a su féretro. El muy cumplido Luis Herrera Campíns me llamó: por ser domingo, había leído la prensa tarde y no se enteró. En su primer aniversario arreglé para que la misa dominical de 11.30 a.m. fuera sólo para él en la iglesia de la Sagrada Familia de Nazaret en La Tahona, resolvieron consagrar la iglesia ese día y suspendieron todas las misas para dar cabida a la solemne de la consagración.
Ese era Antonio. No se contentó con pasar inadvertido en la vida, sino también en la muerte y en la memoria de su patria. ¡Conmovedora humildad!